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8 de octubre de 2010

Mi amigo Billy


Cuando estaba en Buenos Aires conocí a Billy (o Guillermo Alén, un nombre que será muy importante en unos años). Puedo decir sin reservas que él fue mi mejor amigo en el tiempo que pasé allá. Lo recuerdo siempre en nuestros paseos por las calles hermosas, calurosas y amplísimas de Buenos Aires. No nos vimos mucho o, en todo caso, supongo que menos de lo que creo. Pero todas las veces charlamos durante horas, ininterrumpidamente, de cualquier cantidad de temas posibles. Fuimos al teatro, en la calle Corrientes como es debido, una noche lluviosa después de cenar en el "comedero para estudiantes pobres". Intentó llevarme a muchos sitios que, según él, eran excelentes para comer. Siempre que llegábamos estaban cerrados. Luego de pasar un fin de semana en Iguazú, me dijo que me había puesto más bronceada. Me llevó, eso sí, a las mejores empanadas argentinas. Yo me empaché unas siete y me bebí a grandes tragos una Quilmes Stout mientras lo escuchaba hablar de literatura, sobre todo, y pensaba: qué tipo tan interesante, podría pasar horas escuchándolo.
Otra tarde le dije: "¡Deberías ver a un tipo que comenta en mi blog! ¡Muy lúcido! Se hace llamar El Profesor". Billy se rió y me dijo: "Che, pero si soy shó".
En fin. Nos la pasamos muy bien. Le confié muchas cosas al calor de unos tragos maricones con bebida energética y licor de melón, que no me pusieron ni tantito borracha, a pesar de que luego le sumé varias cervezas, esas cervezas que los argentinos beben en unas botellas gigantescas de ¿un litro? ¿Dos? Luego corrimos de vuelta a Corrientes con Junín, donde me quedaba, para hacer mi mochila y tomar un taxi a Aeroparque, pues partiría al Calafate. Eran las cuatro de la mañana y la ciudad estaba dormida pero, al mismo tiempo, nunca tan despierta como entonces.
Sé que de haber recorrido Buenos Aires sola no la habría encontrado tan hermosa y, a la vez, tan hermética. Sobre todo porque Billy, como buen argentino, la ama y la odia con la misma intensidad. Vive su propia ciudad, en cada poro y en cada parabús y en cada pedazo de césped.

Buenos Aires, ah, Buenos Aires... qué te puedo decir. Buenos Aires es como una amante mala que me trata como a un gusano en verano, y en otoño me abraza y me dice que me va a amar por siempre. El invierno es una prolongación de eso, con más bufandas. La primavera es cuando empiezan a verse las grietas, discutimos por cosas boludas como qué video llevar en el Blockbuster o si pedir chino o no, yo empiezo a sospechar que sale con otros, las cosas se entibian. Verano, y vuelta a empezar.

Es mala, sí... pero es mía. Y yo soy suyo. Y ella lo sabe.

Ahora que estoy acá, mantenemos el contacto con correos esporádicos. Le decía que cuando él sea un escritor laureado y yo me quede en el intento, algún editor holgazán hurgará entre nuestra correspondencia para rellenar las novedades primavera-verano 2034. Él me respondió que le hace gracia cómo todos los aprendices de escritores sueñan con los "volúmenes compilatorios de las cosas que escribíamos mientras estábamos en el baño y las conversaciones completamente ociosas que tuvimos y que no deberían interesarle a nadie".
Pero le pregunté si podía reproducir algunos párrafos y me dio todo el permiso, porque "lo que escribo para vos es tuyo".
Hablábamos la otra vez, por ejemplo, de Montevideo. Ya se sabe la relación Buenos Aires-Montevideo, pero Billy fue el primero que me hizo notar lo pasivo-melancólico de la ciudad. También, gracias a él, pude notar la enfermiza y dependiente relación de los uruguayos con el mate.

Montevideo es eso que decís: una ciudad tristona, preciosa y alejada del mundo. Una especie de hermana menor de Buenos Aires, la rara de la familia, la loca del altillo. Igual de antigua y venerable pero olvidada, abandonada, paralela. Todo barrido por el viento, silencioso, medio desierto. Con más librerías increíbles por metro cuadrado que ninguna ciudad que yo haya visto, incluyendo Buenos Aires. Cada vez que voy, vuelvo más enamorado de Montevideo; si no estuviera tan caro meditaría seriamente liar el petate e irme a vivir un año allá, a ver si aguanto la vida en cámara lenta y el miasma melancólico o sucumbo a la indolencia, me agencio una linda uruguaya que me cebe mate y no me voy nunca más.

Luego me contó una anécdota increíble sobre Borges y Casares. Resulta que Billy trabaja en una librería de viejo hermosa, en Junín a la altura de la Recoleta, donde han comprado primeras ediciones de verdaderas joyas (ahí fue donde me mostró la primera edición de Los lanzallamas, de Arlt) y otras rarísimas y bellas del Quijote, por las que los coleccionistas pagan millonadas.

...Le puedo mostrar el folleto que tenemos en la librería escrito por Borges y Bioy Casares sobre las ventajas de la alimentación láctea que hicieron por encargo de una compañía lechera... El encargo era tan ridículo (y su necesidad tan grande) que Bioyrges decidieron no sólo defender sus ventajas, sino proclamarlas a pleno pulmón, con muchas referencias históricas y clásicas de dudosísima autenticidad y gran cantidad de científicos y experimentos delirantes que sólo existieron en su imaginación. Absolutamente desopilante.
Luego la cosa se pone apocalíptica y brillante y enciclopédica y erudita:
El otro día pensaba, justo... Todos los futuros locos que se imaginaron que íbamos a estar vestidos en papel de alumino con autos voladores, y al final somos los mismos boludos de siempre, pero con un aparatito negro en la mano, que con apretar unos botones nos abre toda la información acumulada y amasada por los siglos. No podía ser la república platónica, la ciudad celeste de San Agustín, la utopía de Tomás Moro, o aunque sea el Götterdämmerung o el paraíso a vapor y sin clases de Marx... No. De todas las utopías posibles, justo nos tuvo que tocar la de Diderot...

Pero sobre todo, y en mis momentos más oscuros, que abundaron en Buenos Aires (donde permanecí varios días sin "guita" y supeditada a los caprichos de la burocracia bancaria, por contar mis pesares más comprensibles), Billy siempre era aire refrescante, una voz luminosa que me sacaba del marasmo. Así que, haciendo mi autoestima un lugar más habitable, me quedaré con la percepción (naturalmente, equivocada) que tiene de mí:

Es una agradable y divertida mexicana ligeramente fashionista que conoce los códigos, pero no se los toma en serio, que sabe que es bonita sin ser un misil, y que no tiene mayores complicaciones familiares, sentimentales, ni nada...

*Pausa para pensar "Ajá, sí, claro" y luego continuar*


Supongo que este post rompe con la "programación habitual" de La Isla a Mediodía. O con el orden de capítulos, no sé. Seguía un post sobre Nueva York, pero me invadió la emoción por compartir esto.

Como sea, ya saben que me encuentran más en el Tumblr. Como aquí donde escribí (yet again) sobre el freelance y demás.


***


Un bonito deseo sería tener la alegría de conversar a diario con Billy. Tal vez en el futuro, si vivo una temporada en Buenos Aires. O él una en el DF. O ambos en París, o en Londres, o en Helsinki. La imaginación lo hace todo posible.



5 de julio de 2010

Viajar al pasado


Como muchas personas, tengo una fijación con el tiempo pasado. Pero no con un tiempo remoto, ocurrido hace décadas, o siglos, o milenios. Siempre pienso en la vida, en mi vida, hace unos años.

Anoche soñé que podía viajar al pasado, al pasado reciente. La década de los ochenta, por ejemplo. Eso siempre me ha atraído de una forma inexplicable.

Cómo me encantaría ir a 1995 y maravillarme con todo lo que había en 1995, aunque yo haya vivido ese año con absoluta tranquilidad. Iba en tercero de primaria, tenía un gorrito de falsa mezclilla con un girasol en la frente, las niñas escuchaban a Fey, veía El Príncipe del Rap en la tele, leías las revistas Eres de mi hermana, salía con mi bicicleta, todo era tan simple y tan fugaz. ¿Pero cómo sería 1995 ahora? No me refiero a vivirlo entonces con la edad que tengo ahora, sino como soy ahora, con todo lo que sé.

¿Cómo se sentirían si regresaran a septiembre uno, 2001? ¿No tendrían unas ganas incontrolables de ir por ahí diciendo que en diez días el mundo, tal como lo conocemos, cambiará por completo? No podrían mantener una conversación racional sin soltar cada dos minutos las cosas que ocurrirán: un ataque terrorista, una guerra en Irak, el primer presidente negro en Estados Unidos, el primer presidente enano en México, la muerte repentina de Michael Jackson, un tsunami de proporciones épicas, una película sobre unos extraterrestres de color azul y otra sobre unos vampiros que brillan con la luz, toda la clase de detalles idiotas que ahora nos parecen tan cotidianos y normales, pero que entonces son desconocidos y por lo tanto fascinantes.

En mi sueño visitaba a una amiga en el pasado y me hacía la firme promesa de comportarme normal, sin soltar predicciones. Y todo me fascinaba: la música, el color del cielo, los comerciales en la televisión, la ropa de la gente común en la calle, la sensación de una época que ya se terminó.

Viví los primeros seis años de mi vida en el sur del DF, pero ya olvidé casi todo. Recuerdo cosas. El color de los sillones, las escaleras de nuestro edificio, hasta un amigo de mi hermano que se volteaba los párpados y corría por toda la unidad asustándonos. El eclipse solar de 1992. Los pequeños azulejos del "chapoteadero" de mi jardín de niños, que arrancaba y guardaba en una bolsita como si fueran piedras preciosas. El Gigante al que íbamos por la despensa. La zapatería Canadá en la esquina de la avenida. La vez que me picó un azotador en la cancha donde mis hermanos entrenaba con los "Pumitas". Cuando mi hermano se escapó y terminó concursando en la cucaña de TV-O.

Sin embargo, son recuerdos muy difuminados, que se pierden con facilidad. Tal vez me sé todo por conversaciones, aunque estoy segura que muchas de esas cosas, y otras más triviales, permanecen dentro de mí sin que las haya nombrado jamás. También por las fotografías. Pero hay algo dentro de mí que siempre regresa a ese departamento, a esa calle, a ese jardín de niños, a esas noches, aunque sé que es imposible: no hay forma, ni aunque volviera y caminara por los mismos lugares. Es irrecuperable.

Si pudiera viajar en el tiempo, con todas las posibilidades que ello ofrecería, elegiría ir a esos días. 1991. Luego iría a 1995. Luego iría más atrás, cuando no había nacido, y vería a mis hermanos cuando eran pequeños y mocosos, y a mis papás en sus atuendos setenteros, sentados en el cine. Vería las cosas que me son familiares.

Todos sabemos que los viajes en el tiempo, de existir, estarían restringidos. Como ese oh, sabio artículo en Cracked.com explica, si quisiéramos ir a una época muy remota seríamos tomados como brujos, no podríamos comunicarnos en ningún idioma posible, moriríamos de hambre, no tendríamos identidad ni dinero, y envejeceríamos más rápido. Además, como Abraham Simpson le aconsejó a Homero, tendríamos que ser muy cuidadosos de no tocar nada y alterar así el curso de la humanidad.

Pero yo quisiera ir al pasado y volver a tocar mi sombrero con girasol. Mis Barbies. Los vestidos que me ponían cuando era una niña. Los objetos que antes significaban tanto y que me darían una sensación de triunfo, de algo recuperado, como cuando encontramos algo que creíamos perdido o nos topamos de pronto con alguna prenda de vestir que ya habíamos olvidado que teníamos.

Y ante todo, me gustaría ir al pasado para sentarme en una esquina y observar a la mocosa cejona vivir en otra época, sin las preocupaciones de ahora, con la inocencia de entonces. Creo que sería muy agradable. O triste, depende del ánimo con el que viaje.


26 de diciembre de 2009

Farewell, my dear friend


Siempre me acuerdo de Damian en "Boxing day". Lo imagino con su corona de papel, sentado junto a su amigo Gas jugando videojuegos, su mamá llamándolo para cenar. Lo imagino con su playera de 3 Colours Red, o de Bon Jovi (su gusto culpable), sin zapatos y con boxers de cuadritos. Lo imagino de muchas formas, porque nunca lo vi.

A los 16 años, una de mis bandas favoritas era HIM, ese intento de
goth music para chavitas con ideas de marginación. Eran los tiempos de la conexión a internet por teléfono, antes de los blogs y las redes sociales. Yo tenía 16 años, iba en la Prepa Sur, me gustaba HIM: por lógica estaba inscrita en el HIMclub, un foro para fanáticos de la bandita finlandesa de todas partes del mundo.

Ese era el mejor lugar del mundo. El choque cultural consistía en convivir diariamente, en una suerte de Twitter organizado, con chicos de Finlandia, Estonia, Lituania, Luxemburgo, Rumania, República Checa, Noruega, Inglaterra... Me encantaba enterarme de sus rutinas, de su comida favorita, de sus frustraciones, de cómo era ser un adolescente serbio que no habla de conflictos políticos, sino de la borrachera con vodka que se acomodó hace dos horas. Las reglas eran estrictamente amistosas; nadie te llamaba troll, todos te felicitaban en tu cumpleaños, las grandes charlas sobre tu país eran bienvenidas...

Ahí conocí a Damian. Su
nickname era NewBornNebula y su lista de bandas favoritas, en su perfil, llenaría tres cuartillas en Word. Era tan tímido, tan retraído, tan inescrutable. Ya no me acuerdo cómo empezamos a platicar, pero a partir de ahí todas mis rutinas en los interents se trastocaron.

No había día que no chateara con Damian por horas. Me llevaba 6 años, vivía en un pueblito al suroeste de Inglaterra llamado Southport, no estudiaba ni trabajaba, era depresivo, dependiente de su mamá, con un amigo gordo llamado Gas que vivía en la casa de al lado... Y, sin embargo, a mí me parecía la persona más fascinante del mundo. Me gustaba que se tomara tan en serio las amistades a través de internet, que me citara para entrar a Messenger a una hora determinada, que viviera a 6 horas de distancia en el tiempo, que le gustara tanto la música como buen inglés, que le temiera tanto a los dentistas, que gastara todo su dinero en conciertos, que amara el puré de papa, que me preguntara por mis papás y mis hermanos, que soñara con viajar a América.

Casi nunca me enviaba fotos, pero me emocionaba que lo hiciera (tenía baja autoestima, por qué no). En mis sueños lucía así:



Como es evidente, estaba enamoradísima de él. Sentía algo inexplicable, bobo e imposible por alguien que probablemente nunca conocería... pero era intenso. Era casi doloroso.

La otra vez encontré un correo que le envié. Fue casi un shock: yo le contaba toda mi vida, y él me contaba toda la suya. Todos esos detalles fútiles que hacen la vida de un adolescente: mis exámenes finales, las conversaciones con amigos, las depresiones inexplicables de entonces, mi cena del viernes pasado, el estado de mi relación parental. Y ante todo él era ecuánime, neutral, comprensivo.

Pero era como tensar un hilo. Su depresión, su codependencia, se hacían mayores si no me aparecía en internet (a pesar de todo, a pesar de que prefería pasar mis tardes en HIMclub, también vivía una vida normal: iba al cine, salía con mis amigos reales, tomaba cervezas afuera de un Oxxo, asistía a conciertos). Sus reclamos velados se transformaban en comentarios pesimistas, en cuasi-amenazas suicidas, a las que yo respondía con palabras exaltadas. Me iba a dormir pensando que tal vez mi sueño de ir a Inglaterra no se haría realidad, que quizás Damian sí estaba en otro plano de la vida al que yo jamás llegaría. Tuve compasión de él, esa clase del lástima por las personas que han dejado de soñar y tener expectativas, que carecen de planes y jamás van a fiestas. Ni siquiera sabía si era virgen (yo también lo era, pero me consideraba joven para tal efecto) y me angustiaba pensar que Damian pasaría su vida en la absoluta soledad.

Al parecer, toda su vida social se desarrollaba en internet. Sus grandes amigos estaban en Tailandia, Finlandia, España, Argentina. Yo sentía celos de todos ellos y pensaba que era poca cosa, que mi vidita ordinaria no ofrecía interés alguno, que Damian preferiría visitarlos a todos antes que hacer escala en México.

Hasta los 20 ó 21 años llevé esta especie de doble vida. Me disculpaba con él si tenía un interés romántico de carne hueso, no le mencionaba si tenía novio, era como si mi infidelidad consistiera en vivir.

Una vez me envió 48 DVDs con cientos, miles de discos de sus bandas favoritas. Es lo más cerca que estuve de él. Ni siquiera tenían su letra impresa (hasta eso lo avergonzaba), así que hizo que su mamá rotulara cada uno con "Lilian DVD 01" y así hasta el 48.

Parece muy tonto ahora en perspectiva, pero después de eso ocurrió el distanciamiento. Él quería que yo le quemara unos DVDs, pero mi computadora ni siquiera tenía quemador. Supongo que nunca me levanté a hacerle el favor, y cuando entré a la universidad ni siquiera me conectaba tanto al Messenger. Dejé de enviarle correos informativos, dejé de saber de él.

Un día, de pronto, dejó de aparecerse. Y todo fue tan natural: su ausencia no era notoria, porque empezaba a conocer a mucha gente a la que veía todos los días, sin depresiones que me deprimieran igual. Ya no pensaba, en ningún momento, que si él se mataba, yo lo haría también. Ya no soñaba con Damian.

No me di cuenta sino hasta un año o dos después, cuando ya no había ninguna forma de volver a ponerme en contacto con él.

Joanna, una amiga finlandesa en común con la que aún platico, me preguntó hace unos meses si no sabía nada de Damian. Y entonces me pegó, me di cuenta de que había dejado de saber de él desde hacía años. Empecé una búsqueda desesperada a través de Google, con todos sus correos, sus cambiantes
nicknames, su nombre y dirección, su código postal. Hasta sostuve un carteo regular con su homónimo en Facebook, que me contestó con un decepcionante: "Born and raised in the U.S. state of Virginia, in what's known as the Hampton Roads area which includes the cities of Chesapeake and Norfolk. Still reside in the city of Norfolk".

Nada.

Un día, Joanna me dio su número de teléfono. Dijo que lo había encontrado en la guía telefónica de Southport, pero le daba miedo llamar. Me pidió que yo lo hiciera. Pensé que sería fácil, podría fingir un acento y preguntar por Damian de lo más normalmente (con toda seguridad, su mamá contestaría, porque -según él- nadie lo llamaba y por lo tanto no se acercaba al teléfono). Sabría si se habían mudado, si estaba bien, si...

Pero no lo he llamado y la sospecha sigue viva. Si Damian sigue vivo, si cumplió esa oscura promesa que ahora, con todos sus rastros difuminados, parece más real que nunca. Y entonces pienso en lo raro de las amistades fantasmales, en lo mucho que alguien que nunca vi me hizo sentir. En cómo puedes crear algo, una amistad tan real, de la nada. Como si Damian hubiera sido, desde el principio, un mero espejismo.

La verdad, siempre me acuerdo de Damian. No sólo en el Boxing day, como dije al principio del post. Y me pregunto si lo habría conocido en otro universo, si la compatibilidad fue sólo masturbación mental. Y lo único que pido cuando pienso esto es en lo mucho que me hubiera gustado despedirme de él apropiadamente. Decirle adiós, en el idioma que fuera.

Al menos ahora, me queda el único idioma que siempre conocimos: el internet. Me despido de él, resignada a no saber ya de él, con este post.


20 de diciembre de 2009

El placer fue mío


Hace dos semanas, un jueves, terminé de editar mi último Chamuco. Fue un día ordinario: llegué tarde a casa de Elisa, la diseñadora; alegué dolores musculares y me dio unas gotas de aromaterapia con chochitos para aplacar mis dolencias; manifestamos nuestras quejas usuales de cuarto a cuarto, pedí comida asiática a domicilio y me la comí enfrente de Wenceslao, mientras hacía el famoso tru-tru en Photoshop.

Y luego, cuando todo acabó, Elisa me acompañó al sitio de taxis mientras me hablaba de las relaciones, de los hombres, de todo lo difícil que hay en medio... Pero yo no la escuchaba, no con atención, y pensaba que ésa sería la última vez que haría ese trayecto y nos diríamos "te veo en dos semanas y descansa y que te vaya bien y nos buscamos por el Skype". Cuando nos dimos el abrazo de despedida, me dijo: "'¡De veras! ¡Éste es el último!", pero yo la interrumpí y le pedí que no dijera nada, que fingiéramos que no sería el último, que hiciéramos como que en dos semanas nos veríamos de nuevo para sacar la revista.

Todo es tan agridulce. Lo que me tranquiliza en buena medida es que seguiré escribiendo para ellos, que la relación no se romperá del todo, pero es distinto. Y aunque ya no cometeré errores inaceptables como poner "cuplimos" en la portada, confundir los créditos, insultar involuntariamente a los lectores y dejar ir comas de más, el proceso de edición de El Chamuco era especial. Lo era, porque sucedía de una forma amigable y casi íntima, y confiaban en mí. O estaban obligados a confiar en mí, qué más da.

[Paréntesis: acá pueden leer la "última entrega" de mi columna, intitulada igual que este infame bló]

Una de las cosas que jamás esperé de estar ahí fue que, tanto en la FIL como en las presentaciones chamucosas, la gente me dijera: tomémonos una foto, firma mi revista, sonríe como guacamaya y di algo gracioso ahora mismo. La posibilidad de ser leída por personas ajenas al bló y al tuíter, esos antros de perdición, me honró mucho.

Voy a soltar una frase trillada: lo más gratificante de estar con los chamucos fueron ellos, precisamente. Aprender de los grandes. Verlos dibujar, escucharlos hablar y hasta convivir con ellos de una manera más relajada. Conocer de primera mano ese proceso por el que son lo que son. Creo que trabajar con gente que admiras es una de los privilegios que rara vez te otorga tu chamba de ocasión.

Como algunos recuerdan, es casi como si hubiera predicho que estaría ahí. El futuro es brumoso, pero me gusta que sea así. El placer de trabajar con ellos, verdaderamente, fue mío. Todo mío



.

22 de noviembre de 2009

Nostalgia anticipada


Durante todo el día de hoy he tenido la desagradable sensación de que estoy olvidando algo crucial. De que hay un pendiente que no consigo materializar, ni siquiera recordar. Es verdad: tengo muchas cosas por hacer esta semana, y no he puesto "manos a la obra". Lo colosal de la tarea me deja impávida, y además me sumergí en mi experiencia intercultural de hacerla de huésped de mi queridísimo camarada Reindertot (historia que relataré en un post próximo: anótenlo y recuérdenmelo a su debido tiempo).

Mudarse siempre es caótico. Molesto, cansado e irritante, pero a menudo tiene un sabor diferente: el de la expectativa. Mudarse a un lugar mejor, cambiar de aires, llegar a un lugar más grande y mejor ubicado. Casi siempre mis mudanzas habían sido así.

Lo que me tiene en un estado de inacción y apatía absolutas es el hecho de que no me estoy mudando a ningún lugar. Que sólo voy a recoger mis cosas y embodegarlas: de alguna forma es perderlo todo. La independencia más o menos lograda a través de año y medio de coleccionar cosas, de
hacerme de mis chunches, de pintar burós de rosa mexicano, comprar cuadros usados por diez pesos, armar libreros de Office Depot con las manos, comprar utensilios de cocina en el Waldo's, invertir en una cómoda con cinco cajones...

Y de pronto, como si cualquier cosa, envolverlo todo en papel periódico y acomodarlo como Tetris en un cuarto en casa de tus papás. No puedo empezar a describir lo deprimente que es.

Por supuesto, otro será mi destino. Haré mi viaje iniciático, me encontraré a mi misma, entenderé el sentido de la vida, experimentaré la desolación y el extranjerismo y la incertidumbre y el dolor y la ausencia y también la felicidad y la euforia y la vida. Pero no pienso en eso de momento: son como dos puentes que no se unen, y la anticipación feliz de una cosa no opaca la melancolía que la otra me provoca.

A pesar de que odié este departamento por razones que no me he cansado de consignar durante el último año (desperfectos y vecinos idiotas, para ser más precisa), voy a extrañarlo por otras razones, las usuales: lo que viví aquí. La forma en que le cae la luz de costado, el sonido que hace cuando cae el agua, el olor en la mañana, esa clase de pavadas que uno diría de una persona cuando no puede ser exacto. Extrañaré ciertos ángulos de él, ciertos momentos en que lucía más hermoso de lo que en realidad era, la pequeñez exacta para sostener una conversación desde la recámara hacia la sala-estancia, la apariencia femenina no obstante ingenua del baño (que jamás funcionó como debía, porque sin tener agua se inundaba y tenía goteras y era, en resumen, el baño más estúpido del mundo). Todo en él, todo en la cuadra, la cercanía, Paseo de la Reforma de noche, el metro a una cuadra, el portero del amor...

Y recuerdo entonces la nostalgia de mis mudanzas anteriores, pero algo en ésta me hace querer hacerlo todo mecánico; envolver mis chuchulucos sin mirarlos, sin pensar que no habrá otro lugar (por lo pronto) dónde colgar el cuadro y poner el escritorio; y tirar todo lo innecesario, porque ya nada es necesario. Sólo necesitaré una mochila, un GPS y un crucifijo, y las tonterías que adornan el refri y los cojines del sillón se antojarán tan triviales y prescindibles, ¡oh!

Cuando me mudé del departamentito de estudiante que compartía con otras cuatro chicas en la universidad (y que también odiaba por las razones usuales: infraestructura idiota y
roommates idiotas), me sentí desolada. Escribí entonces este post.

Pensar que nunca más veré estas paredes. Que nunca más veré el polvo acumulado en los rincones y los restos de unas Suavicremas de fresa que se hicieron pedacitos en el borde del clóset (jamás habrían de salir de ahí). Que nunca más sentiré ese mareo repentino al voltear y, en lugar de encontrarme con una pared de 180 grados -como sería lo natural-, golpearme en cambio con un muro estúpido que de pronto se decidía a dar un giro fenomenal sobre su eje. Tantas anécdotas y accidentes. Oh... Qué atroz. Dejar mi callecita de Vicente Suárez # 410, a ochenta pasos de la facultad. Nunca comer de nuevo esos pastes hidalguenses. Ni ir al Oxxo y evitar al gordo acosador. Ni toparme con universitarios ebrios dando tumbos por la calle -la única calle del estudiante, de principio a fin-. Qué atroz. Y lo peor: no ver a mis compañeras nunca más. No oír sus ronquidos a través de la tabla-roca hueca. No recoger sus papeles tirados alrededor del bote de basura. O los vasos vacíos sobre el restirador. O las Maruchans podridas en la barra de la cocina. O los platos infestados de colonias de hongos germinando, reproduciéndose y evolucionando en la tarja. No más de eso. No más. Qué atroz.

De alguna forma, me siento igual. Me queda una semana en mi depto del DF y no puedo sentir otra cosa que nostalgia. Qué atroz.




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PD2 Si alguien quiere ayudarme con cajas de cartón, contácteme.

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PD4 Si alguien sabe cómo deshacerse de la nostalgia estúpida y mirar con ahínco el futuro, contácteme.

Contácteme.






3 de octubre de 2009

Vimos Placebo y ningún hueso roto


El primer concierto al que fui en mi vida fue a uno de Placebo, en el Metropólitan. Julio de 2003, si la memoria no me falla. En esa época, a los 17 años, nada me importaba más que Placebo: Fanny y yo veíamos los videos que ella había descargado de internet, durante tres semanas ininterrumpidas a través de Kazaa u otro servicio de antaño, y decíamos BrianBrianBrian. También creíamos en el rumor de que Stephan y él habían tenido un amorío. En mi fuero interno, deseaba que "My sweet prince" fuera la canción de amor escrita de Molko a Olsdal.

Luego, cuando nos enteramos del concierto, empezamos a correr alrededor del circuito de la Preparatoria Sur. Yo pensaba que comprar un boleto de ¿450 pesos? era inalcanzable. Casi de inmediato pensé que no lo lograría, que esos lujos sólo le estaban permitidos a los citadinos con poder adquisitivo. Sin embargo, algo nos impulsó.

Carlita y yo empezamos a vender dulces en el salón. Suena como el plan más idiota del universo, pero tenía todo el sentido posible: comprábamos los dulces en una tienda/supermercado deprimente en avenida Pasteur, llamada Gary's, y luego les aumentábamos un porcentaje razonable. Las ganancias fueron visibles al cabo de dos semanas, o tres, y compramos el boleto en un MixUp recién abierto en la flamante Plaza Galerías.

Nos tocó en la penúltima fila. Tortuosamente revisábamos los planos del teatro Metropólitan, y sufríamos por la distancia, pero también nos creíamos con una suerte infinita por poder ver a nuestra banda favorita.

Una vez con el boleto, me di cuenta de que el viaje al DF me costaría más dinero del que mi venta de dulces me proveería. Ergo: tomé mi primer trabajo. Encuestadora para el Partido Acción Nacional.

Sé que es un shock descubrir que yo trabajé para ese partidete, pero necesitaba el dinero. Mi trabajo consistía en ir de casa en casa preguntando por quién iban a votar, y luego llenar unas hojitas con circulitos. Al cabo de un mes empecé a llenar los circulitos en la comodidad de mi casa.

Junté mil pesos. Pensaba que no era suficiente. La angustia se agrandaba: sin dinero suficiente, tan lejos del escenario, ¿qué pasaría el día final?

Uno antes mi mamá me pidió prestado el dinero de urgencia. Se lo di. Me dijo que al día siguiente me lo depositarían por la tarde.

Me fui tranquilamente al DF. Pasamos a Mundo E y comimos comida griega, corrimos por las escaleras, estábamos emocionados, éramos unos adolescentes estúpidos que creían tenerlo todo. Cuando fui a revisar al cajero, no había nada. ¡Cómo era posible! ¡Estafada por mi propia familia! Me puse a llorar sobre una banca hasta que Fanny llegó y dijo: dude, no pasa nada, dude.

Me depositaron a la media hora. Luego de eso nos fuimos al Metropólitan. El vecino de Jorge, quien nos llevó al DF en su Chevy, se fue a pasear en el coche y prometió pasar por nosotros después del concierto.

Naturalmente, nos compramos como cinco playeras antes de entrar al concierto (éramos vírgenes de conciertos... y de todo lo demás). Compramos binoculares, jamás estuvimos sentados en nuestros asientos, gritamos hasta que a los cuatro se nos apagó la garganta, no podíamos creerlo, éramos tan felices... Todavía conservo memorabilia del concierto: un encendedor que ya no prende, y una calcomanía que está pegada a mi escritorio.

Cuando el vecino llegó, por haber cometido una infracción, había perdido el celular de Carlita -quien a partir de entonces, sospechamos, desarrolló un karma negativo de celulares, pues siempre los pierde o se los roban.

En el momento no nos importó, regresamos a Querétaro y fuimos muy felices. Durante cinco días asistimos a la escuela con nuestras playeras del concierto (¡Ah! Los tiempos en que llegar con la playera del concierto anterior a la escuela era el atuendo más elegante posible).

Ese mismo año volvimos a verlos en la Concha Acústica, en Guadalajara. Fue un concierto sin precedentes: íntimo, al aire libre, estábamos hasta adelante, Brian cantó "Bésame mucho" a capella... Todavía lo considero uno de los mejores conciertos a los que he asistido.

Desde entonces he visto a Placebo más veces. Cinco o seis. Y, sin embargo, siempre me emociono, porque cada una es revisitar esa primera vez. De hecho, cada concierto, de cualquier banda, es un homenaje al Metropólitan en 2003 (a la fecha, mi mamá no entiende por qué me gusta ir a repegarme a un montón de gente y brincar y sudar y gritar y sufrir deshidratación y descargar adrenalina).

El miércoles vimos otra vez a Placebo. Muchas cosas eran diferentes: hay un nuevo baterista, un nuevo disco, Brian ya es un padre, yo ya no tengo que ahorrar por cinco meses para verlos -sólo por cuatro.

El concierto, extraordinario. A pesar de las constantes interrupciones de los señores que venden cervezas, refrescos y nieves de limón. A pesar de que tocaron casi puras canciones nuevas, y pocas clásicas. A pesar de. Creo que nunca me voy a cansar de verlos.

Lo bonito: la unión de la "banda queretana" con la "banda defeña". El encuentro de dos mundos. Y cómo nos une el amor por una banda. Joterías, diría Aline Salazar.

A continuación, fotografías flagrantemente robadas del Facebook de Defeña Salerosa y mi amigo Nidia "El loco" Sánchez:

Sí, eso es lo que veías desde tu lugar. Unas bonitas nieves de limón.


¿Qué sobra acá? ¡Buena noticia! Carla -baterista y MUY buena- se ganó una baqueta. Si eso no es destino, entonces no sé qué lo sea


Acá Defeña se cortó que porque el flash le hace daño y le causa cáncer o algo así. Nótese la mirada reflexiva de Queque (abajo, el Rufián Melancólico, que me hizo leer "Los siete locos", era virgen de Placebo)

Y todos en el éxtasis post-concierteril


En resumen: hola, mamá.


26 de agosto de 2009

La magdalena en aceite


Cuando era chica, mi mamá y yo teníamos una costumbre establecida: después de salir de la farmacia de la tía abuela Guadalupe Real, íbamos a cenar unos tacos con una señora a la que llaman doña Vicky (supongo que su nombre es Victoria, pero no tengo pruebas suficientes) (seguiré en la pesquisa).

Sólo a ella y a mí nos gustaban. Los llamábamos "tacos de aire", porque eran unas flautas imposiblemente delgadas, con una guarnición que de tan ordinaria sólo parece despertar lástima (col, jitomate, crema, chiles en vinagre y unas deliciosas papas aceitosas y fritangueadas). Eran un placer de los dioses.

Desde siempre, asocié esos tacos con Guadalupe Real. Eran indisolubles: el trayecto de la botica, antigua y obsoleta, a la fondita de doña Vicky.

Un día, doña Vicky cerró el local. Cuatro años después, mi tía Guadalupe Real murió.

Ambas cosas terminaron tajantemente, sin posibilidad de secuela. El platillo (¿podría llamarle platillo a una garnacha tan vulgar?) que más había disfrutado en mi incipiente vida, en la vida del niño que no conoce más sazón que el de su madre y el de la comida rápida. Y mi tía Guadalupe Real, el personaje que ha ejercido la mayor influencia -me atrevo a decir-
literaria en mí. Ambos se fueron.

En cuanto a los tacos, supongo que magnifiqué su recuerdo ante la certeza de que no iba a probar otros igual. Es difícil describir en qué consistía su grandiosidad; era más bien una conjunción de elementos (sumados a circunstancias externas: el trayecto por la noche, mis 10 años recién cumplidos, la sensación de la aventura en complicidad con la madre).

He estado en casa de mis papás desde el sábado: nada extraordinario, pero sí edificante. Hace un rato, mi mamá me llamó. Me puse una chamarra, me subí al coche y le pregunté a dónde íbamos. Me confió con otra modulación en la voz: "doña Vicky volvió a abrir".

¿Es absurdo decir que sentí una contracción en el estómago? No era el hambre, ni el antojo postergado. Era una sensación de nostalgia renacida, similar a la que se experimenta cuando se entra a la casa de infancia, o se encuentra un cuaderno de garabatos extraviado hace tiempo. Lo que sentí, lo que temí casi, fue que dentro de poco estaría cara a cara con uno de los recuerdos sensoriales más intensos de mi niñez. Probaría de nuevo algo que fácilmente tenía 13 años sin comer, y a ese
algo se le sumaban otras sensaciones: la inocencia de la infancia, los anaqueles de la botica, mi mamá con mi tía abuela, quien fungió como su madre la mayor parte de su vida.

El local ahora está en una ranchería a las afueras. Allá fuimos, con el temor de que estuviera cerrado. Le dije que por mí no importaba, habría de ir a pie hasta donde estuviera. Y cuando vimos la luz a la entrada, y las mesas de plástico, y mi mamá se estacionó y nos acercamos a la lumbre, escuchamos el chisporroteo del aceite y ambas lanzamos un gritito ante lo expectante, lo añorado.

Me comí tres órdenes casi sin respirar, y el sabor era tal como lo recordaba. Y todo volvió, como en el episodio de Proust con las magdalenas. Mi mamá miró su plato un rato, luego a doña Vicky y le dijo que esos tacos le recordaban a su tía Guadalupe Real.

Recuerdo haber escrito un cuento sobre su muerte: llevaba dos años agonizando por cáncer de mama, y mi mamá la cuidaba a diario. Yo me aparecía de pronto, casi no decía nada; me sentaba frente a su cama, ahora lo entiendo, a verla morir. También recuerdo que ese día llegué a su casona en el centro, y desde que entré al patio tuve la certeza de que estaba muerta. El episodio es similar a los cuentitos del realismo mágico: cuando entré a su cuarto, en el quicio de la puerta, vi que le quitaban los pantalones de su pijama. Creí que me había equivocado, que seguía viva después de todo, pero cuando mi mamá levantó la cara y me miró, supe que sí: estaba muerta.

Cuando digo que su influencia es literaria no lo digo porque ella me hiciera leer, o me hubiera mostrado una puerta hacia la literatura. Lo único que leía era la fecha de caducidad de sus medicinas y las revistas de viaje que le llegaban por correo. Pero su capacidad como personaje era asombrosa: todo en ella era teatral, llevado al extremo, pasado por todos los disparates. Era asombrosa, con una cualidad de malvada y mártir fundida en una sola que hasta hoy a todos nos sorprende: la forma en que la maldad y la bondad aparecían en ella de la forma más natural, sin transiciones visibles.

De todo esto no pienso seguido. Pero los tacos de doña Vicky, como reflejo de Pavlov, me trajeron esas imágenes mentales a la cabeza. El recuerdo y la sensación fueron como atravesar un portal de tiempo: ¿cómo era posible que ahora, a mis 23 años, en el año 2009, regresara tan nítidamente a una etapa de mi vida ya abandonada?

Eso me hace pensar también que, tal vez, el recuerdo habita en un lugar distinto a la mente. En un lugar más accesible, disponible a nuestra existencia, en los objetos más ordinarios. Como con los tacos de doña Vicky, de los que no volveré a separarme jamás.






19 de agosto de 2009

Ya estoy reconciliada con el freelance y otros temas de gran importancia


Sencillamente, en un viaje exprés a Querétaro, me di cuenta de que es mil veces mejor que los horarios castigadores de las empresas. De todos modos pierdes el tiempo. De todos modos esperas desde las 11 de la mañana, con un ansia loca y estúpida, la hora de la comida. De todos modos, después de la comida, te sientas somnoliento frente a la computadora y tu cerebro se desconecta, se deja ir, entra en un estado catatónico apacible y despreocupado. Trabajas con los músculos contraídos porque dormiste mal y poco. Ves a tu jefe y te dan ganas de apuñalarlo, porque después de todo, su trabajo es vigilar que seas productivo y estés haciendo
algo constantemente.

De todos modos, todos trabajamos lo mismo. Todos tenemos fechas límite, y entregamos el trabajo hecho sin importar los desvelos, las inyecciones cafeínicas (o heroínicas), y los tiempos perdidos en esos estados catatónicos. La diferencia es que el empleado de oficina los padece frente al monitor o la máquina de cafés o sentado en el baño con los pies alzados para que nadie lo vea. Y los frilanseros, ja: los frilanseros los empleamos frente a la televisión. O en un parque. O en un Burger King. O en una clínica de rehabilitación.

***

Como les decía, estuve en Querétaro. Tenía objetivos muy claros: ir a la graduación de Fanny, que por fin ya es cocinera profesional (gastrónoma, pues), y arreglar lo de mi titulación.

En lo segundo, como siempre, me hicieron dar 54,9 vueltas alrededor del campus, persiguiendo documentos puñeteros aquí y allá. O esperando a las secretarias/encargadas de biblioteca, que como buenas asalariadas, son impuntuales e ineficientes. Luego tuve que ir al periódico de mis prácticas profesionales por una puñetera firma: por supuesto, mi ex jefe no estuvo sino hasta la tercera vez. Sentí escalofríos nomás de caminar por esa hórrida calle, repleta de bodegas de azulejos y albercas.

Ese jueves nos tomamos unos martinis, y luego procedimos a seguir matando neuronas con el ya desaparecido bloguerísticamente Calleja. Esto lo cuento porque surgió un chiste estúpido que hemos repetido ad nauseam en Twitter, y que no es gracioso a menos que hayas estado ahí.

Sentados en el jardín de su casa, mi amiga María vio una lucecita en un árbol. Como hasta entonces habíamos estado filosofando barato, reacción lógica de la ingesta de sustancias ilegales, María reaccionó rápido:

- ¿Es eso una lucecita que está parpadeando desde el farol de la calle... o es el diablo?

Lo dijo con tanta seguridad en sus palabras, con una irrefutabilidad tan evidente, que todos coincidimos en que si no era la luz,
forzosamente tenía que ser el diablo. Sólo eran dos opciones: un efecto natural o el mismísimo Belcebú.

A partir de ahí, de la deformación de una broma, le dimos al DIABLO una entonación de gringo explicándole algo inexplicable a un mexicano. ¡Es EL DIABLOU! Y desde ese momento, y hasta la fecha, hemos pasado casi 36 horas totales riéndonos del asunto. Es increíble cómo una broma puede durar tanto tiempo, casi sin alteración, y renacer en el momento exacto en que ya estaba muerta. Tres horas después, cuando alguien se quedaba callado, era pertinente preguntar si eso era el silencio.. O EL DIABLOU.

El viernes tuve una mañana difícil. Me había quedado sin un peso en la bolsa, y tuve que despertar a Fanny para que me prestara ¡1oo pesos! para sacar mis cartas de no adeudo a la biblioteca. En el camino, llamaba a mi "pagador" para que me pagara, pero no me contestaba. Me daba de topes contra todas las paredes de mi antiguo recorrido a la facultad. Veía niños y me daban ganas de patearlos. Veía parejas y me daban ganas de desollarlas. Veía hot-dogs y me daban ganas de comérmelos.

En la universidad, por supuesto, nadie trabaja antes de las 1o de la mañana. Di vueltas absurdas, hablé con una secretaria y le comenté que la ineficiencia de la burocracia era pasmosa, y al hacerlo las lágrimas rutilantes estaban al borde del derrame. Avergonzada, corrí a refugiarme en el único sitio que siempre me ha aceptado con los brazos abiertos: el internet.

Me enteré de una gran noticia.

Finalmente, pude resolver el absurdo. Me titulo antes de que acabe el año, como 18 meses después de lo que tenía proyectado. Mi plan maligno e infantil de titularme antes que todos mis compañeritos, con el único fin de chingarlos simbólicamente, se fue al caño en el momento en que casi la totalidad se tituló antes que yo. Pero no me importa, porque yo tengo un... líquido para limpiar lentes de armazón.

El sábado fui a sacarme unas fotos ovales, y luego vagué por el centro (previendo el pandemonium en casa de Fanny, donde había casa llena). Fue un paseo reparador. Querétaro me gusta muchísimo en tanto que cada esquina y cada calle me trae un recuerdo específico de la adolescencia. Sin embargo, hay tanto que no me gusta de esa ciudad. Hay tanto que me hubiera gustado no vivir ahí. Hay tantos anuncios mal escritos, tantos camiones que en algún momento me tiraron en alguna avenida (verídico), tantas distancias qué recorrer para tomar un transporte público, tantas reminiscencias de la pobreza universitaria y las comidas de cartón.

La graduación fue bonita. Bebimos y comimos como reyes (o como invitados de graduación de estudiantes de Gastronomía, que se le asemeja). Nos burlamos de la gente, para anticiparnos a las burlas de la gente, y bailamos desde nuestro lugar. Al salir, la pose DEL DIABLOU:



Hace mucho que no escribía posts tan pormenorizados de mis actividades. Otro logro: vencí un nuevo paradigma alimenticio, y comí pancita. No vomité.

Finalmente, fue un buen viaje. Pensé en muchas cosas. Todo este mes ha sido de replanteamientos muy grandes, que empezaron con un post iracundo (¡hola, rechazados de la UNAM!) y culminaron en una de las acciones más abominables que he cometido (¡hola, flaggeo innecesario!). Es como cuando uno tiene la certeza de que es horrible, y luego lo comprueba, y luego piensa que no, pero luego otra vez lo piensa... y al mismo tiempo reconsidera sus afiliaciones políticas, sus creencias e ideologías, y mientras tanto se da la oportunidad de probar platillos como la lengua en escabeche y el caldo de pancita.

De ahora en adelante, hay muchas cosas qué demostrar.






¡EL DIABLOU!



17 de agosto de 2009

Su nombre es Howard Wolowitz

Mírenlo.




Este tipo me gustaba en la secundaria.

El mismo peinado absurdo, la misma mirada semi-concentrada no obstante imbécil, la narizota descomunal y los mismos gestos que te harían correr desesperadamente por una vereda, con la ropa destrozada, sangre de vaca en el rostro, y un tipo con una motosierra y una máscara de cuero persiguiéndote.

Ahora puedo decirlo: Wilfrido. Todos los que tuvieron la desdicha de conocerme en aquella época, mis dulces 13-14 años, recordarán que el tipín me gustaba mucho. Era un idiota, como todos los idiotas de su edad, pero a mí me parecía guapísimo. No precisamente brillante, pero a quién le importaba.

Su primo, que iba en mi salón, fue un día a mi casa y vio la descomunal carta de reyes familiar que mi hermana había escrito. Ahí pedía algo para cada uno. Como yo era una idiota, como todas las idiotas de mi edad, había pedido tener un NOVIO. A un lado estaba escrito, con letra chiquita y temblorosa, el nombre del narigón del peinado absurdo.

Estábamos Wallie y yo sentados en la mesa del comedor, haciendo quién sabe qué idiotez propia de los idiotas de nuestra edad, y yo estaba de espaldas a la infame carta. Veía que Wallie miraba detrás de mí y se reía, pero yo pensaba que tenía una infatuación adolescente con mi cabellera. Cuando se fue, volteé hacia mi lugar y ahí estaba: la prueba definitiva, trágica, de mi gusto por su primo hermano.

¡Oh, cuánto sufrí!

Wilfrido era novio de mi prima Robustina, dos años menor. Aún así, como mis primas eran esa clase de muchachas de campo que de alguna manera se las arreglan para ser muy cool, fui introducida a un mundo que no conocía (yo, que me desvelaba viendo Nickelodeon y vestía con pants y playeras de ponys con alitas de colores). Íbamos a montar, a hacer fogatas, a su rancho a decir que éramos geniales por tener 14 años, ir a un rancho y prender una fogata; a montar otra vez, a ver películas que sus papás quitaban porque decían muchas groserías y dos personas se besaban repetidamente, a comprar un helado, a ver a sus primos que no eran mis primos.

Cuando llegó otro primo que no era mi primo, y cuyo nombre ya ni recuerdo, Wilfrido me jugó una mala broma. Había llegado yo a la casa de mis primas, para entonces ya con nuevo peinado y ropa decente (i.e. pescadores, chamarra de mezclilla y una blusa roja TODOS los días durante TODO ese "verano"), y sus primos estaban ahí con sus cabelleras y su guapura adolescente. Yo dije alguna tontera y me fui a mi casa. Más tarde, Wilfrido me habló por teléfono para decirme que yo le había gustado al primo de mis primas.

Mentira flagrante.

Luego, cuando cumplí los 15, me mudé a Querétaro y seguí viendo a Wilfrido, que vivía por mi prepa. Ahí me presentó a su amigo XXX, que no se llamaba XXX pero que le decían así porque entonces XXX todavía estaba de moda, y su amigo XXX me acosaba. Y luego ya no. Y luego otro día fui a casa de las primas de Wilfrido a comer por el cumpleaños de una de ellas, y luego fuimos al cine y no traía lentes y no vi nada y no recuerdo de qué trataba, pero era Final Fantasy.

-si sienten que estoy divagando, mándenme un correo al pasado, al momento en el que estaba escribiendo el post-

Oquei. El punto es que a mí me gustaba un tipo así de perdedor. Y la verdad es que hace ya unos días que me había dado cuenta de que Simon Helberg es idéntico a ese Wilfrido que nunca me hizo caso, que me mandaba mails como uno, que hablaba con una falsa papa en la boca, que estaba larguirucho y tonto, y que se tardó como 7 años en acabar la prepa. Y tenía un punto, uno muy bueno, pero otra vez lo olvidé.



PD. A Wilfrido lo olvidé de inmediato, sólo para infatuarme ipso facto con un sujeto que usaba playeras negras, tenía el cabello largo y decía "grrrrooooar" a la menor provocación.


9 de mayo de 2009

No soy buena amiga


Tampoco he sabido, cuando he tenido la oportunidad, ser una buena novia. Ni hermana, ni hija, ni nada que implique desprenderse del egoísmo fundamental. O nada que implique tener detalles, hablar con sinceridad, llamar por teléfono de vez en cuando, demostrar cariño.

En el primer semestre de la prepa, Imelda era mi mejor amiga. Yo recién había llegado a Querétaro, no conocía a nadie y me costaba trabajo socializar. Sin embargo, aún hoy, me doy cuenta de que nunca hice un esfuerzo tan grande como entonces.

A Imelda la escogí, por decirlo de algún modo. Estábamos en una clase, la vi dos butacas adelante, y noté cómo se reía y cómo era simpática y cómo los demás la apreciaban y la consideraban una tipa agradable. Así que le hablé un día en el baño, así nada más. Y desde entonces fuimos amigas.

Pero siempre hubo una barrera entre nosotras. Aún no lo sabía, pero se gestaba en mí esa rebelión adolescente que ahora, vista a la distancia, es absurda... pero que entonces era letal. Un desinterés atroz se apoderó de mí y poco a poco me convertí en la puberta apática llena de ira, me abandoné a la depresión y a un modo de vida que yo creía muy marginal, pero que ni siquiera era medianamente subversivo. Además, claro,
Imelda no me comprendía. ¿Quién podía comprenderme? ¿Quién podía interesarse en las mismas cosas que yo?

Imelda era el tipo de amiga que te escribe cartas por cualquier motivo, que te pregunta por qué estás triste, que te lleva galletas hechas por ella misma si estás deprimida, que te anima a hablarle al sujeto que gusta, que te presenta otros amigos y te invita a fiestas... Y yo, simplemente, no podía lidiar con eso.

Puede que mi concepto de la amistad esté maltrecho. Luego conocí a Fanny y a Carla, la misma apatía generalizada, la misma ira tonta y adolescente, el mismo gusto por conductas como levantarse tarde, escuchar a Placebo en
repeat sin decirse nada, relegarse de los demás sin motivo y sólo andar por ahí sin cuestionarnos sobre nuestros sentimientos, anhelos y esperanzas.

Un par de años después, Imelda me preguntaba qué había hecho mal. Y me vi explicándole que
no era ella, sino yo... Y preguntándome, en el fondo, por qué actuábamos como esas parejas tontas que deben aclararse cada motivación y gesto, cada acción y consecuencia. Me sentí muy cansada de no poder corresponder su amistad con la misma intensidad, con el mismo entusiasmo, con todos esos gestos sencillos que ella, con todo su derecho, esperaba: comprenderla, escucharla y animarla, simplemente.

A la fecha, me siento muy triste cada que pienso en Ime. En cómo nuestra amistad siempre fue una línea recta en la que ella siempre andaba atrás de mí, alcanzándome, de modo disparejo e injusto. Y cómo, en contraposición, con Carla y Fanny siempre fue muy fácil, quizás porque nadie esperaba nada de nadie. Porque era natural. Porque teníamos ganas de ir a los mismos lugares, escuchar la misma música, ver las mismas películas, hablar de los mismos temas, e integrarnos, sin resistencia, a un sector de la sociedad que tampoco esperaba nada de nadie. Ah, la apatía de la adolescencia.

Creí, absurdamente, que siempre sería así. Que me conduciría por la vida conociendo a muchas Carlas y Fannys que tampoco esperarían detalles cursis de mí, ni que me comportara como esas amigas que se acompañan al baño y se prestan la ropa y se apoyan en todo jodido momento. Ya lo dije: soy egoísta. Pienso en los amigos como prolongaciones vivientes de la diversión y la felicidad, como los recipientes de anécdotas que alguna vez viví, y -sobre todo- como Wikipedias con bocas con las que nunca me canso de conversar. Y, por eso, siempre espero que sólo vean eso en mí.

Vamos: me gustaría vivir mi vida sin que nadie, absolutamente nadie, esperara nada de mí. Ya me he dado cuenta de que no soy sincera ni abierta, sino que
me sumo en el silencio y doy pie a la malinterpretación. Que pido demasiado tarde, cuando mi solicitud ya es más bien exigencia, y una exigencia demasiado obsoleta por lo demás. Que, en el fondo, no merezco tener ni la mitad de amigos que tengo.

Creo que ya lo había dicho.

Soy una basura. Eso no impide que, a veces, me dé cuenta de cómo no he podido alejarme de lo que Imelda significó para mí y sienta una punción entre el estómago y el pecho... que sólo puedo definir como culpa. Y nostalgia. O impotencia, esa impotencia de saber que tenías todo en las manos para darlo y decidiste, casi por ningún motivo, no hacerlo.

He conocido otras Carlas y Fannys. Ahí están: no les diría jamás que los quiero (porque los quiero), salvo si estoy demasiado intoxicada como para saber lo que estoy haciendo. Nos vemos, hablamos, charlamos, nos regresamos para nuestras casas... No hace falta ponerle palabras a lo evidente, porque ellos me hacen feliz sin que se los diga.

Pero he conocido otras Imeldas. Y no sé por qué, si ni siquiera soy la clase de persona que merecería tener una amistad así... Y de nuevo, el círculo se repite: para estas personas, cualquier cosa que les dé no será suficiente, aún cuando mi torpeza emocional me haga creer que lo es.

Sólo quiero decirles, por ocasión única, que lo siento muchísimo y que los quiero. Y que lamento de veras no ser la clase de amiga/novia/hija/hermana que merecen.


27 de enero de 2009

Los días de universidad


Ayer y hoy estuve en la universidad. Por fin tramito mi titulación, que finalizará un ciclo y abrirá otro. El primero está muy claro: mis años universitarios. El segundo es más elusivo y se compone de esa etapa parecida a la adolescencia, en la que uno tiene que asumir que es un adultito con responsabilidades y por otra parte bebe en lunes en casa de su amigo de la prepa y dice sandeces sin pensar. Es como un Benjamin Button con deudas: un niño en un cuerpo de viejo que se aparece por la oficina con sus Converse gastados y pretende que la gente lo respete.

Todo está cambiado en la facultad. Hay un edificio sobre la cancha: qué buenos momentos tuve en esa cancha, ninguno de ellos mientras practicaba deportes (o sí: una vez). Las secretarias son tan ineptas como hace un año. Vi a una tipa a la que solíamos llamar
La Gremlin y de quien opinábamos que lograría titularse nomás por fea. Me senté en la cafetería y pedí una ensalada de milanesa, que era mi favorita, pero la nueva dependienta me contestó de mala gana que ya no hacían eso... Me di la vuelta y me salí muy enojada. También vi a un maestro al que apodaba el "Ultra-Sexy" y a quien, de haber tenido la oportunidad, me hubiera dado. Pero nunca la tuve.

Me enteré de que mi profesor de Teoría Social, un sociólogo respetadísimo que tenía un peinado como el del doctor Chapatín, murió hace poco. Sentí mucho la noticia. Todavía en la mañana estaba imitándolo, la forma en que gesticulaba, cómo decía "luego entonces" para ligar todas sus frases y el modo en que caminaba. Me sentí vieja y separada de mi juventud universitaria.

Y entonces, mientras estaba formada en Servicios Escolares y veía a los estudiantes en su hábitat natural, me di cuenta de que recuerdo con mucho cariño esos años sólo porque ya no tengo que vivirlos. Descubrí que toda mi experiencia universitaria estuvo marcada por mis enredos sentimentales, que solían ocupar la totalidad de mi tiempo libre, y que vivía sumergida en cuitas que sólo el joven Werther podría comprender. Era feliz, pero esporádicamente. Era pobre y no había a quién reclamarle. Era impuntual y nunca logré componerme.

Después pasan los años, te consideras una persona ordenada y completa, y regresas. Quieres impresionar. Quieres demostrarles que ya lo superaste, que ya no te sientes fuera de lugar.

Traté de imaginar cómo sería regresar con todo lo que
ahora sé. Sería lo mismo. En el fondo siempre seremos unos adolescentes barrosos e inseguros. En el fondo hay instituciones que nunca podremos derribar, mitos que siempre nos avasallarán, situaciones de las que nunca podremos reponernos. La universidad, los estudiantes, la popularidad, las buenas calificaciones, la vida que no es decadente... son asuntos que aún no puedo enfrentar y que permanecerán así, en un loop atascado en el tiempo, que siempre se repetirá y donde invariablemente voy a ser la perdedora.

Algo bastante gracioso es que la foto de mi credencial, como la de todos los universitarillos, es bastante mala. Nos la tomaron el mismo día que fuimos a pagar nuestra incripción, después de formarnos durante cuatro horas, y sin aviso. No conozco a nadie que salga bien. Todos salen sudorosos, despeinados, confundidos y aterrados. Para mí, es el retrato fiel de mi estancia por la universidad: una mueca prolongada.


Creo que si pudiera regresar, sólo hay una cosa que haría: llegaría temprano siempre.

4 de abril de 2008

Fin de temporada

Hoy es mi último día en el periódico. Escribo desde la computadora de la discordia: innumerables veces hubo miradas asesinas entre algunos reporteros y su servilleta, por causa del teclado suave y el maus con botón derecho que generaban envidia y escozor cuando uno se tenía que ir a la Mac viejita a escribir con un teclado duro y un maus redondo y obsoleto.

Adiós a la rutina de llegar, ir al baño, tomar agua, revisar la blogósfera, bromear con el editor de deportes, leer correos electrónicos, mirar un punto en el vacío, odiar el trabajo, y luego empezar a corregir y corregir y corregir.

¿No han sentido, alguna vez, que algunos periodos de su vida son como un final de temporada?

En el mío todo ocurre a mil por segundo, con los emocionantes trámites de liberación de servicio social (¡Alabado sea Alá!) (en efecto), el cardiaco fin de las prácticas profesionales, el giro inesperado en mi elección por la Pepsi Retro en lugar de la Pepsi regular, las circunstancias adversas del calor que derrite a la población entera, y un nudo en la trama que quedará inconcluso: tenis verdes o azules.

Me tomaré unos días de vacaciones, en los que me dedicaré a levantarme tarde, ver programas malos en la televisión, comer chunches repletos de grasas saturadas y leer el último libro que saqué de la biblioteca. Oh.

¡Ajá! Hice todo a mil por hora y podré largarme antes que mis compañeritos de generación. ¡Tómenla por burlarse de mí cuando me caí en las escaleras del baño, y cuando las aguas de riego alcanzaron mi mesa en la cafetería, y cuando mi proyecto de multimedia generó risitas mala onda por la inclusión poco oportuna de Jeringuín!


29 de enero de 2008

Se solicita Chandler Bing

Es frecuente que la gente me diga:

"¡Vamos a rentar un departamento juntos!"

Y que yo diga: "Está bien".

Y en el fondo piense: "Ajá. Cómo no".

No por mí. Por ellos. No digo que sea difícil vivir con su servilleta (a continuación expondré ejemplos prácticos), pero todas las ofertas que he recibido tienen sus desventajas. Al final no son más que idealizaciones y proyectos a largo plazo; a lo mejor se concretan y a lo mejor no. La divagación y el albur son demasiado tangibles como para considerarlos ofertas viables. Esta parte del texto está hundiéndose como el Titanic. Voy a pasar a la siguiente.

Estas personas han de pensar que vivir con su servilleta es la mar de emocionante y divertido.

Tienen toda la pinche razón.

Los tres años que viví con distintas tipas insufribles fueron bomba. Las ignoraba el mayor tiempo posible, me encerraba a piedra y lodo en mi recámara, consumía muchos megabytes de banda ancha, me comía su jamón y me bebía su leche, y además invitaba a gente a dormir sin avisarles. Por supuesto, cuando era necesario, me mostraba lo suficientemente amable/hipócrita como para ofrecerme a preparar la cena de esa noche (consistente en tostadas con frijoles de lata y galletas Marías) y las ayudaba con sus tareítas en la medida de lo posible. Sólo que eso casi nunca era posible: una estudiaba arquitectura (cortaba con su novio cada semana y hacíamos apuestas para ver qué tan rápido iban a regresar, aunque para ella todas las veces eran "la última vez"), otra estudiaba medicina (era de lento aprendizaje y memorizaba sus apuntes a grito pelado en el pasillo), y dos estudiaban química (una era un mueble que no hablaba y la otra era una estupidilla de cuyo nombre ni me acuerdo).

Claro, eran unas babosas y todas -TODAS- me caían infinitamente mal. Me complacería mucho no saludarlas cuando las vea por la calle. No volveré a pintar aserrín de verde para una maqueta de un hospital, ni traducir artículos sobre las cuatrocientas quince arterias del corazón.

Ni siquiera extraño las veces que nos zampábamos un cartón de cervezas, ocho Red-Bulls y dos Nestea para los noches de insomnio estudiantil.

Eso que me estoy limpiando no es una lágrima, joder.

Hace un año que me fui, escribí este post medio lacrimoso al respecto. Bah. No las extraño nada.

Mensaje para los posibles roomates de su servilleta:

Tengan el champán listo dentro de un par de meses. Yo invito los hielos.

28 de diciembre de 2007

Brenda Luz

Cuando íbamos en el Colegio Regional Villa Ilustración, lo imperativo era sacar 9.9 de promedio final… y ganarle la una a la otra. A ella le gustaba tejer, bordar y hacer comentarios adultos. A mí me gustaba Pimpinela.
Aunque la odiaba, llegamos a ser muy amigas. En el 95 ó 96 fui (¡oh designios del Destino!) flamante Reina de la Primavera -hubo malversación de votos- y su hermano, ocho centímetros más chaparro que yo, fue mi paje.
Brenda Luz era chocante, molesta, insidiosa y anticuada. Pese a todo, hicimos la promesa de que ella prepararía el terreno en el pavoroso Instituto Plancarte, a donde yo llegaría en la secundaria y ella, por razones que se me aparecen confusas, llegó desde sexto año de primaria.
En ese lapso la extrañé mucho y para paliar el sufrimiento infantil me concentré en vivir el mejor año del que la humanidad tenga recuerdo: 1998. Grandes cosas sucedieron entonces, cuando todo era tan fácil como prender Mtv a las dos de la mañana y ver un video de Placebo que te ponía a elucubrar sobre un concepto que conocerías después: la androginia y la homosexualidad.
Cuando llegué al mencionado antro infernal, el terreno no sólo no estaba preparado, sino que había sido infectado con toda clase de rumores pre-adolescentes sobre mi persona y mis costumbres. Por lo tanto, todos me odiaban tanto como yo los odiaba a ellos.
***
Intermedio Reflexivo: ¡Qué bueno es exagerar cuando de cosas pubertosas se trata!
***
En realidad, sí tenía amigos y tal. Pero en general no era una persona muy popular ni muy querida. Brenda Luz, sobre todo, me detestaba por no sé qué oscuros motivos.
Bueno sí: le dije al profesor de Historia que ella estaba enamorada de él, cosa no muy cierta cuando… ejem… en realidad yo era la que estaba enamorada de él. Intensa, apasionada y salvajemente (desde entonces cultivo la malsana costumbre por fijarme en hombres mucho mayores que yo) (ni tan malsana) (en realidad: interesante).
Me decía Perica y yo contraatacaba con llana indiferencia. Dejé de visitarla en el rancho La Luz, donde antes solíamos jugar a las Barbies, mirar Bizbirije y creer que estábamos enamoradas de Alex (no olvidaré el día en que llegó y me dijo, con un gesto contrito, “¡Me enteré que su verdadero nombre es Plutarco!”), discutir durante horas por los asuntos más irrelevantes y luego dormirnos molestas para despedirnos con gelidez al día siguiente. Dejé de hablarle del todo.
Después me cambié de secundaria y fui muy feliz (historia aburrida). Como dos años después, me visitó en mi casa. Jugamos Maratón un rato, la oí despotricar contra una amiga que había caído en el lugar común (cuánta vulgaridad y convencionalismo) de tener novio y comimos croquetas de atún en silencio.
No la he visto desde entonces. Un día pasó en coche con su papá por mi calle y, tiempo después, le dijo a una persona cercana a mí que ahora yo era “ruda” y “extraña”.
Fin del contacto. Hace un año supe que su mamá había muerto de cáncer y me faltaron agallas para ir al funeral. Me sentí bastante mal, casi… culpable. Me dijeron que estudia Medicina en Guadalajara y que sigue siendo chocante, molesta, insidiosa y anticuada. Lo creo a pie juntillas.
Y, pese a todo, no puedo evitar acordarme de ella con bastante frecuencia y mirarla sentada con el bastidor en las piernas, mientras me reprocha mi torpeza con las agujas. Y creo que también la extraño un poco.
Aunque sólo sea para sentirme menos nerd.


Dato de última hora: en la primera versión de este texto, había escrito sexo en lugar de sexto. Jijijijiji. Más jijijiji. JA-JA-JA.


Gulp.

22 de diciembre de 2007

Los Smashing Pumpkins siempre son perfectos para reflexionar

Llegué hace rato de una reunión/fiesta donde todos los presentes traían expansiones en las orejas, tenían el cabello largo, usaban playeras de calaquitas y escuchaban doom metal a todo volumen. Me sentí totalmente fuera de lugar. De haber estado en la preparatoria, la escena hubiera sido el pan de cada día.

Pero ahora se sintió un poco raro. Ignoro la razón. Más tarde me di cuenta de que probablemente el hecho de no haber tomado pizca de alcohol influyera en la percepción que me causaron aquellos metaleritos desgreñados que en el momento me parecieron muy 2001.

2002 máximo.

2003 con algo de suerte.

Ando enferma, cosa muy molesta en medio del Guadalupe-Reyes. El título no tiene nada que ver: nomás salió porque a los 16 años la vida es catastrófica y cada reflexión es decisiva y sentirse marginado es imperativo y el futuro es caótico e indefinible.

Hace rato escribí que la reunión ésta hubiera sido muy normal en mis años mozos (una vez me pinté el cabello de rosa mexicano, en abierta transgresión a la sociedad; también usé un piercing que se me perdió en mi cuartito de estudiante, y me caí de bruces en una tocada donde un tipo me dio una cerveza adulterada), pero luego me acordé que no, que a esa edad uno siempre se siente fuera de lugar. Los sitios sórdidos eran harto frecuentes, pero no se navegaba en ellos como pez en el agua. No: siempre se tiene que ir fingiendo que todo resulta muy natural y cómodo, y en el fondo rogar porque no se den cuenta de que se vive aterrado.

En la Prepa Sur había de todo, grupos y subgrupos: los fresas, los ñoños, los darquis, los jipis, los vaqueros (imaginar a una tipa que asistía a todas sus clases con una texana puesta y una botas puntiagudas que le restaron sensibilidad en los dedos de los pies), los deportistas, los nacos, los místicos, los reventados, los escatos, los indiferentes y los grises. Y luego (me gusta pensar eso), estábamos Fanny, Carlita y yo: lo más outcast de lo outcast. Marginación pura. Tan pura que no encajábamos exactamente con los jipis, ni los darquis... pero igual íbamos a sus reuniones y chocábamos las copas/vasos de unicel/botellas/caguamas y nos reíamos con ellos y luego fingíamos un gesto muy concentrado y anárquico, para no desentonar. Pero también hablábamos (está bien: hablaba yo) horas con los ñoños sobre Los Simpson y Star Wars y Condorito y las raíces grecolatinas.

En la reunión había un par de personas que no veía desde aquella época y fue ineludible intercambiar información sobre nuestros estados actuales: drogadicción, rehabilitación, espiritualidad y suicidios fueron algunos temas tocados.

Carajo: creo que tenía un punto cuando empecé a escribir, pero ya se diluyó.

Llegué a mi casa y me topé con un mail que me hizo reflexionar ampliamente sobre el año que ya está extinguiéndose lentamente como la última llamarada de una fogata en la que hemos asado nuestros bombones y nos hemos quemado las puntas de los zapatos en un momento de distracción etílica.

No planeaba que fuera el clasiquísimo texto reflexivo sobre el año que termina, pero así salió. Culpemos a la falta de alcohol y al exceso de enfermedad. Acá iría bien una frase así: este año estuvo loquísimo.

Y acá, un diagrama ilustrativo sobre el inexorable paso del tiempo:

2002

2007


Si hay algo que voy a extrañar de Querétaro una vez que me vaya... será eso. Ellas. Y qué importaba ser el marginado si apenas se sentía.

Y qué hago quejándome por el paso del tiempo a los 21.

Y qué hago haciendo preguntas sin signos.

¿Y su año? ¿Qué tal? ¿Dura, la nostalgia?

6 de diciembre de 2007

Quejica es mi tercer nombre (Impuntual es el segundo, por si nadie lo recordaba)

Desearía tener 12 años para que las tareas consistieran en brevísimos proyectos sobre la Geografía de Europa del Este. O que me pagaran por hacer las miserias que hago ahora.

Una de dos.

Claro que si tuviera doce años, mi ingenio consistiría en la siguiente entrevista mafufa que ya antes había aireado y que sirve para llenar espacio en un blog que se hunde como el Titanic.


La verdad es que me gusta hacerle al cuento de que ando muuuuuy ocupada.

Buenos días. Estamos aquí con el reconocido revolucionario Emilio Villa Díaz, ¿cómo está?
No, pos yo más o menos porque con eso de las guerras no da tiempo pa’ descansar.
Y dígame por favor, ¿cuál ha sido la guerra que más trabajo le ha costado?
No, pos yo creo que la del cerro de Tixhiñú porque tenían bombas y un montón de fusiles.
Y siguiendo la pregunta, ¿sí ganaron esa batalla del cerro de Tixhiñú?
Pos pa’ qué le digo que sí si no, como le digo: tenían un chorro de armas de fuego.
Oh, qué mala suerte, pero y dígame: ¿cuál es la que ha sido más victoriosa para usted?
Pos yo creo que la del cerro de Timilpan, allí éramos como 1000 tropas bien armadas.
Y en esa sí ganaron, ¿verdad?
No pos no, porque se enfermó el general Ramiro y nos agarraron por sorpresa.
Oh, oh, entiendo y dígame, ¿es cierto que usted se va a retirar de esta “carrera”?
Pos no sé, a lo mejor, porque estoy viejo para estas cosas y ya no aguanto.
Y en caso de que se retirara, ¿quién va a remplazarlo?
Pos estoy pensando en Ramiro Huerta porque él es muy valiente.
Ah, de modo que él ha realizado hechos valerosos, ¿no?
Nooo, nooo, cómo cree. Lo que pasa es que se tomó 8 cubas y así se fue a su casa con su esposa a la que apodan Lola la Trailera.
Ah comprendo, bueno, pues estos momentos fueron muy buenos para mí.
No, al contrario: cuando necesite sabiduría, pos aquí ‘toy yo*.

Aprender es divertido rulea. El mejor libro de ejercicios de sexto de primaria.
*Versión estenográfica con todo y vicios gramaticales de una bella etapa en la que mi vida giraba alrededor de Friends y La Vida Moderna de Rocko.

16 de octubre de 2007

Confidente de secundaria: un buen golpe para siempre

Es por todos sabido que durante mi primer año de secundaria (en el aborrecido Instituto Plancarte, del que conservo un par de amistades a las que saludo con cierta frecuencia cuando me cruzo con ellas en el campus de la universidad), me bulearon terriblemente.
La primera decisión realmente adulta que tomé en mi vida fue cambiarme de secundaria. Entonces entré a la oficial no. 80 “Andrés Molina Enríquez”, en mi amado Polotitlán de la Ilustración.
Oh. Fui tan feliz.
Aunque es de suponerse que, durante los primeros días, no fui recibida gratamente por dos o tres personas que tenían serios prejuicios contra las personas con el cabello chino y los dientes chuecos (yo tenía -tengo- los dientes chuequísimos y no me di cuenta de ello hasta que alguien muy amablemente me lo hizo notar en la prepa).
Hice amigos re-fácil, escuchaba mucho a los Backstreet Boys alternadamente con Pimpinela, vivía a dos cuadras, era un as en la raquítica clase de Inglés y, mientras esperaba que en la cooperativa me despacharan mi torta de jamón rellena de palomitas con salsa San Luis, un monstruononón de Segundo B me empujaba discretamente en dirección de la ola. Yo, que siempre he sido una persona muy cortés por no decir pendeja y gallinísima, disimulaba que el asunto no me era del todo incómodo y que, bueno, así sucede cuando tantos pubertos hambrientos quieren engullir su lonche antes de que den las 11:40.
Un día, al final de un arco formado por brazos humanos, me topé al monstruononón de Segundo B (cabello teñido con agua oxigenada, raíces negras, las calcetas sin resorte y un Motitas en la boca abierta). Me esperaba con la mano en la cintura.
- Me dijeron que quieres madrearme.
- ¿Yo? –la voz temblorosa.
- Sí, tú.
- Pero si ni te conozco…
- Pues vas.
Y que me empuja. Y que la empujo. Y que… me voy corriendo.
Fue tan triunfal.
Tan valiente, tan heroico, tan honorable.
Pero, de alguna manera, funcionó. Y es que oh, lo descubrí después, su servilleta era como diez centímetros más alta que el monstruononón de Segundo B, quien lo único de monstruoso que tenía eran unas caderotas marca diablo.


Después presencié muchas peleas, algunas hasta en primera fila. La onda, LA VERDADERA ONDA, en la secundaria 80 era programar peleas a la salida.
Un día en particular teníamos agendada una para la tarde. Yesenia del B y Teresa del A, la nuestra. Pero en plena clase de Español, de extremo a extremo del salón, Sandra y Yoselin empezaron a decirse de cosas, y que todos se salen y que yo me quedo porque no había terminado la tarea de Biología, y que entonces se empiezan a apalabrar y que en eso Sandra se levanta y camina a la banca de Yoselin y que en eso se agarran de las greñas, noooo, no vieras. Y yo ahí viendo todo, divertidísima.
Fue el Gran Borlote y yo lo había presenciado todo.
En la tarde se pelaron unos de primero en la biblioteca de al lado y luego caminamos en caravana a la esquina de mi casa, donde Teresa y Yesenia se agarraron y nooooombre.
Pero yo pelearme, pelearme, nunca.
Y como que a estas alturas ya se me fue el tren para esos asuntos. A lo más que llego es a reclamarle a la compañera de banca que me devuelva la pluma que le presté hace dos semanas.
Por cierto, Paty: no seas, llevo dos días escribiendo con lápiz.