Hace un mes, cuando tembló en los días en que la influenza nos hacía pensar en el final precipitado de nuestras vidas, yo estaba en junta en Coyoacán y ni sentí nada. Cuando mi papá me marcó al poco rato, algo preocupado, ni siquiera sabía que acababa de temblar.
Más tarde, vi fotografías de la gente evacuando los edificios con tapabocas en la cara. Algunas mujeres lloraban. Hubo muertes, pero por paro cardiaco. Todos estábamos asustados: la crisis, la influenza y encima nos temblaba. El horror era natural y entendible, como si estuviéramos cumpliendo una manda o nos hubieran salado o pagáramos algún karma o cualquier otra bobada que nos hiciera pensar en nuestra condición de mártires mexicanos.
La última vez que tembló, lo escribí, yo estaba en mi cuarto, con Wenceslao en las piernas (Wenceslao es mi "ordenador", y no un chileno con mucho vello corporal, como a mí me gustaría). También escribí acá que siempre siento ese movimiento ondulatorio, producto de los desmadres de mis vecinos. Lo que no escribí es que, antes, esos movimientos me daban risa. Ahora me dan pavor.
Otro día, mientras comía con mi papá, me recomendó que en un temblor me suba a la azotea. Es más seguro: si el edificio cae, siempre lo hará como un sándwich al que aplasta el pie todopoderoso de dios. Si osas salvarte bajando por los tres pisos de escaleras, lo más seguro es que quedes atrapado en algún punto impreciso entre el jamón y la cebolla en rodajas.
Morir entre los escombros o acabar con las dos piernas fracturadas. Um, no es tan difícil elegir.
Anoche tuve un sueño raro, propiciado tal vez por el hecho de que dormí sin pijama, atrevimiento que casi nunca cometo. En mi sueño temblaba o, más bien dicho, había un terremoto. Yo estaba otra vez en mi cama, en calzones -sólo en calzones-.
(Paréntesis: como en película gringa, ¿no les pasa que se sueñan con la pijama que traen puesta? A mí siempre me pasa, y por eso vivo mis aventuras con chilenos velludos vestida con pantalones holgados de Los Simpson o de rayitas o de puntitos, y jamás con algo sexy que me haría deseable ante un chileno velludo.)
En los segundos en que todo se mecía estrepitosamente, yo alcanzaba a pensar que no podía salir huyendo de mi casa en calzones y preguntarle a mis vecinos, como la última vez, si estaba temblando. Entonces me vi en la difícil decisión de salvar a Wenceslao o salir en calzones.
Ganaba Wenceslao.
Acto seguido, y después de la balconeada de salir huyendo de un terremoto en cueros, me salvaba por esos impasses de los sueños en que de pronto ya estás en otra escena persiguiendo a unos motociclistas coreanos sin saber realmente por qué.
Pero me proponía salir de ese edificio e irme a vivir a una casa de un piso. Mi casero, ese cerdo insensible, me decía que había firmado un contrato y un pagaré, y que me fuera mucho a la chingada. Yo le decía que tenía abogados, así con ese, como los diez abogadillos de Burns que salen de una pared deslizable en su oficina y sin decir nada hacen gritar a Lionel Hutz.
Luego, en otro impasse, estaba recorriendo lo que yo pensaba era mi barrio, en búsqueda de otro lugarcito para vivir. Los vecinos coreanos de la Juárez estaban ahí, pero era como si estuviera de hecho en Corea. Había tiendas insalubres donde vendían pollos rostizados y tipos de peces que jamás has escuchado en tu occidental vida. Y las coreanas estaban vestidas muy coreanamente fashion, y yo pensaba: a lo mejor no está tan mal vivir acá. Y luego sabía que me iban a robar porque había dejado la puerta abierta, así que corría de nuevo a mi edificio y perseguía a los ladrones por azoteas, mientras que mi mamá iba detrás de mí (raro, raro, raro, como todos los sueños). Lo chistoso es que al final me daba cuenta de que sólo me habían robado el apartejo del Sky, y yo les lanzaba una risita nelsoniana y les decía: "¡Pendejos! Tenía mi Wenceslao en el escritorio!".
En fin. Cuando desperté, tenía una sensación desagradable. Mezcla de indefensión, molestia e incertidumbre. Desasosiego pues. Miedo a morir, para ser más exacta y someterme al escarnio público.
Pensémoslo un segundo: ¿qué hay de toda la gente que murió en los escombros del 85? Fueron unos minutos apenas y PAM: ya no existían. Murieron dormidos -fue tan temprano en la mañana- o mientras se bañaban o mientras desayunaban. Y no hay registros, no hay forma de retratar su pequeña agonía, ni algún homenaje como no sea el oficialista.
Estuve todo el día con ese pensamiento y el día me respondió portándose nublado, lluvioso y propicio para la depresión estacional. En el banco me senté en una silla con los audífonos puestos, como adolescente con miedo a morir, y vi a una señora con unos zapatones infames, unas zapatillas ergonómicamente tortuosas con las que no podía ni caminar. Y llegué a conclusiones muy filosóficas, como el afán por sufrir innecesariamente, metáfora representada en los zapatejos del mal:

Me intrigó tanto que tuve que sacarle una foto de contrabando. ¡Y los dedos! Había uno encima de otro, no les miento. Cuando se sentó se revisó las pezuñas y los acomodó de nuevo. Y yo pensé: qué tan insensible debes haber dejado tus pies para no sentir que tienes los dedos hechos madeja.
¡Mueran, zapatillas incómodas!
Y con esta metáfora elevada, termino mi post. Piénsenlo un momento.
























