29 de abril de 2010

Temas varios



Hay tanto de lo que quiero escribir, tantos temas que en apariencia parecerían fecundos e importantes, pero no puedo concretar ninguna idea. Quiero contarles lo que sucedió en ese autobús a Iquique, donde conocí a Roland: tiene diecisiete años, es fanático de Panda, y va a estudiar una carrera como ingeniería o sistemas. Charlé con él largo rato, incluso cuando paramos en La Serena y comimos en una cafetería de high school gringa con una señora que también iba en el autobús. Me contó que, desde el terremoto, tiene que tomar pastillas para dormir.

Nunca había conocido a alguien tan encantador, tan naturalmente amable y sensato, y cuando bajamos en Copiapó por un café... le robaron su mochila. En ella cargaba su computadora, sus credenciales, todo su dinero para el primer semestre de la universidad. Él no pudo reaccionar de otra forma, la sangre se le fue de la cara y golpeó con los puños los asientos. El auxiliar, o terramozo, se le quedaba viendo con una mirada estúpida y le decía que era su culpa por no vigilar sus pertenencias.

Sentí rabia, y luego tristeza. Estuve ahí cuando le habló a su mamá y entonces se convirtió, de súbito, en un niño de doce años, y lloraba y decía "mamá, me robaron todo, todo". No pude dormir bien en toda la noche, y noté que él tampoco. Sólo temblaba y miraba por la ventana. Le dije que le prestaría lo que necesitara, pero él se negó y dijo que pondría una demanda, que como todos sabemos no llegará a ningún lado. Cuando me dio su correo tuvo suficiente presencia de ánimo para hacer una broma (Ronald... Ronald McDonald, dijo, con la voz quebrada).

Se bajó antes de que yo despertara y, cuando abrí los ojos, había un capítulo de Mister Bean en la televisión, y por la ventanilla se veía el mar azul, imperturbable.

Durante toda la mañana tuve un dolor de estómago, una molestia que no cesaba. Cuando llegué al hostal y abrí Twitter, me llevé una de las sorpresas más desagradables que he tenido en mucho tiempo.

Eso me lleva al tema del rencor.

Hay algo contra la que nunca he podido luchar: mi propio rencor. Soy la clase de persona, la estúpida clase de persona, que jamás olvida un agravio. Y no por terquedad, ni por venganza. Es sólo una de esas taras que te reducen como persona, que te hacen revivir continuamente alguna frase dicha al aire hace ocho años, una situación banal en la secundaria, algunos regaños infundamentados, ofensas en apariencia pequeñas de las que no puedes desprenderte. Te acompañan a lo largo de los años, con la misma intensidad de las convicciones y los valores morales.

Se relaciona con el perdón, supongo, y mi inhabilidad para otorgarlo. Ni siquiera a mí misma.

Pero también creo que puedo superarlo, después de muchos años, incluso después de que todos esos sentimientos negativos ya me han lacerado lo suficiente.

Está el ejemplo de Brenda, una compañera de la primaria. Durante años, años que se prolongaron desde la niñez a la pubertad, y luego a la adolescencia, sostuvimos una rivalidad que jamás tuvo tregua. A pesar de que alguna vez fuimos amigas, de que la visité en su casa y ella en la mía, hubo de pronto un enojo que me hizo creer sinceramente, durante mucho tiempo, que Brenda era una auténtica villana.

Es muy estúpido así escrito. Siempre he tenido una relación cordial con toda su familia: con su hermana, que fue mi colega; con su hermano, con el que salí con otros amigos algunas veces; hasta con su mamá, una señora encantadora. Pero Brenda siempre fue esa enemiga acérrima que nunca superaría.

Hasta que ayer, luego de un encuentro fortuito, me di cuenta de que ya no tengo motivos para odiarla. Ni siquiera para que me desagrade. De hecho, me di cuenta de que no tenía ya nada contra ella. La veo distinta ahora, e imagino que ha llegado el momento de vernos, saludarnos y reírnos por toda esa estupidez del pasado. No me veo siendo su amiga, pero sé que la considero una buena persona.

Eso me lleva a pensar que quizás, en el futuro, deje de albergar sentimientos negativos en torno a las personas que, considero, me han lastimado. No es una esperanza muy encantadora que digamos, y no deja de ser inmadura y tonta. Sólo sé que, en este momento de mi vida, no olvido fácilmente. Mantengo un registro mental de todas las patanadas que me han hecho, y aunque es totalmente destructivo, es. No puedo cambiarlo así como así.

Y esto me lleva al karma.

Creo en él. He hecho otras tantas patanadas yo misma, y no las puedo cambiar tampoco, porque esas sí están en un tiempo pasado inaccesible. Por eso, imagino que lo único que quería era preguntarles, a ustedes que me leen, oh, si estarían dispuestos a entrar en una colecta para ayudar a Ronald a comprar otra computadora. Un objetivo específico y con absoluta transparencia, para que ustedes sientan un poco como que limpian su karma y yo también, casi casi de forma egoísta, deje de sentirme mal por lo de Ronald.

Así que... Acepto propuestas, hermanos míos.


Actualización:

En primer lugar, muchas gracias de corazón a todos los que se han unido a "esta noble causa", por la razón que fuere (el budismo es opcional). En segundo lugar, más tarde en este mismo bló de ocasión voy a postear los métodos que usaremos para la donación. Puede ser PayPal o CLABE bancaria, eso lo "estoy discutiendo con mis asesores". También la opción de la rifa es harto interesante, y puede ser un mecanismo más directo. Aclaro que la cifra que busco juntar es unos cinco mil pesos para la compra de una netbook, así que no es nada que no podamos alcanzar si cada uno cooperamos con, digamos, cien pesos.

¡Gracias de nuevo!



19 de abril de 2010

Fotografías chuscas presenta



Una selección de fotografías chuscas, en vista de que mi vidita miserable ya no es tema de estudio en este bló (y eso que he ido a buenos conciertos, me he metido drogas duras, fui violada por una teibolera, tuve sexo animal, me congestioné con alcohol, compré unas prostitutas y eduqué a siete monos parlanchines).


Selección de whiskies baratos en un súper de Buenos Aires. "Me da un Glasgou en las rocas". "Para mí que sea un Hiram Walker con el ese refresquito que no se sabe si es de lima-limón o de qué, ese mero".


Busque la palabra jocosa en este cartel de comida colombiana en Cartagena. Pista: sólo piense en esa conocida canción de Luis Miguel: "tengo todo ---- a ti".


En Venezuela sí están al tanto de nuestras expresiones, aunque no están enterados de que un sombrerudo con sarape difícilmente diría "padrísimo, güey". De hecho, no diría nada, porque se ve que se está cayendo de pedo.


En el súper de El Calafate discriminan a toda la prole de Chita y al noventa y cinco por ciento de la gente que conozco.


Sé que no entienden la foto porque apenas se ve, pero a mí me mataba de risa la primera vez que la vi en Santiago. Nótese el brazo mutante de la niña, que sería lo máximo para los chavos de Photoshop Disasters. Pero lo mejor es el slogan de "un 7 en calidad", que nos hace pensar en lo sinceros que son esos fabricantes de zapato para niño.


También en Santiago, el día que Bachelet agarró sus cosas y dijo "adiós adiós, no me extrañen, yo ya estoy muerta". Hasta la vista, baby (para que vean que no sólo los de Metro y El Gráfico tienen sentido del humor).


Selección "Pancho Villa es la hostia"


Estos finísimos productos mexicanos los encontré en un estante de "comida del mundo"; es decir que, en el sur, los frijoles y las tortillas son tan exóticos como la salsa de soya y la mermelada de pepitas iraníes.




En Argentina, ya cualquiera lo sabe, conocen los hot-dogs como panchos. Por ende, ¿qué nombre más original que ponerle a una hot-doguería el nombre de... Pancho Villa? ¡Brillante! ¡Elocuente! ¡Sublime!


Ahora que la veo, esta foto no es graciosa ni de lejos. Aunque una salsa que se llame México es como un whisky que se llama escocés. Un momento...


Y con ustedes: el único lugar al que me interesa ir en el mundo.


***


Algunas veces he contado aquí, casi de pasada, que durante la universidad fui depositaria de gran cantidad de confesiones. Mis compañeros, por alguna razón, me tenían mucha confianza, así que iban y me contaban toda la cantidad de estupideces que hacían. Yo, desde luego, les pagaba con la única moneda que conozco: escribir todas sus boludeces en un mamotreto sin censura.

Ahora lo releo y me parece muy vulgar. Ya casi nadie de los que ahí aparecen me importa, así que sus secretos pierden interés. Es sólo una recopilación de quién amaba a quién, por quién lo dejó, quién los vio, qué pensó quién, quién practicaba la zoofilia, quién se golpeó con quién mientras quién se besaba con quién en un campamento donde quiénes nos metíamos qué y al día siguiente quién dijo: "yo sé quién fue y quién se robó mi qué y no manchen, bola de putos", y mis sentidas reflexiones al respecto.

Sin embargo, rescaté algunos párrafos y los junté malamente, para inaugurar en el otro bló una serie con mis peores escritos adolescentes. Cómo sé que todos son textos fallidos, que nunca saldrán a la luz, y que ahora, a la distancia, sólo me causan vergüenza, se me ocurrió que debían encontrar una especie de reducto final. No servirán nunca para nada, salvo para demostrarme que el único beneficio de saber lo mal que escribía antes es saber que en el futuro pensaré en lo mal que escribo ahora. Y eso es un consuelo.

Sólo tenía veinte años recién cumplidos, y era una especie de adolescente tardía que se tomaba todo muy en serio (igual que ahora), pero... tenía mi corazón:

Mi vida en la universidad - Introducción


¿Ya vieron? Un mono parlanchín diciendo "hola, qué tal, soy un mono parlanchín".





8 de abril de 2010

Pensamientos arbitrarios


Ayer me enteré que una de mis novelas favoritas, El país de las sombras largas, de Hans Ruech, está basado en una película sobre esquimales. La novela describe tan profundamente las costumbres de los inuit, los hombres del norte que viven a temperaturas de cuarenta grados bajo cero y se alimentan de animales marinos congelados, que en mis ensoñaciones siempre imaginé que Hans (suizo, muerto hace casi tres años) había pasado una larga temporada con ellos, aprendiendo sobre su forma de vida: las temporadas de caza, la construcción de iglús, la etiqueta que exige que el invitado obtenga favores sexuales de la esposa, el abandono de los viejos en el mar glacial, las constantes expediciones nómadas de acuerdo a las estaciones -más bien poco perceptibles- del tiempo, y sobre todo su filosofía, tan fundamentada en el presente, tan desprovista de complejidades, tan ajena al hombre blanco.

No imagino que haya una conclusión al respecto, ni me hace cambiar mi idea de que, para escribir sobre un lugar, hay que haber estado en él. Lo que me hace escribir al respecto es una cita de la novela que siempre me ha gustado: "Por eso tenemos que irnos tan al norte que hacia cualquier parte que volvamos la mirada nos encontremos mirando hacia el sur".


***

La otra vez estaba pensando, sin dejarme manipular por la subjetividad, en las razones que me llevaban a ser una persona muy ególatra.

Luego pensé que todas las personas, por definición, son ególatras. Las personas normales, al menos. Luego están los demás, seres grises que viven en función de otras figuras, que nunca hablan de sí mismas y encontrarían impensable tener un bló.

Mi conclusión: Aristóteles, los griegos, la estructura narrativa.

1. A mí me gusta escribir, me ha gustado desde siempre, y cualquier historia tiene por definición un personaje principal. Luego entonces, al construir un paralelismo entre la realidad y lo escrito, surge involuntariamente la idea de la figura central.

Siempre me han llamado la atención los personajes secundarios, y a menudo pienso que ellos mismos son, en otras historias, los personajes principales.

2. En mi vida ha ocurrido una cantidad ingente de pelotudeces. He vivido en distintas ciudades, me he enamorado, se han enamorado de mí, me he enemistado, he triunfado en algunas cosas, fallado en otras, he perseguido mis objetivos de manera desarreglada pero puntual, y he conocido personajes secundarios que me han impresionado hondamente. En resumen: la vida de casi todo mundo. Mi historia, como todas, ha tenido arcos temáticos, clímax, desarrollos lentos y rápidos, plot holes y finales de temporada.

3. En vista de lo anterior, es lógico que me sienta la protagonista de mi vida/historia, y lo digo sin ese tufillo de los libros de superación personal para mujeres que no han practicado el coito en tres años. Como escribo, como imagino mi vida más como una novela que como una película, como casi todo lo que me ocurre de importancia lo imagino escrito casi de inmediato, es natural que para mí todas las personas sean parte de mi historia, y no al revés. Es natural que cuando algo grandioso, algo extraño me suceda, piense: claro, así tenía que suceder.

4. Durante mi viaje abandoné un poco estos conceptos, porque continuamente conocí personas con historias un millón de veces más interesantes que la mía (cosa nada difícil), y empecé a sentirme como el personaje secundario que entraba a su vida. Empecé a notar que mi participación se reducía a unas semanas, a unos días, a una tarde, pero que ellos para mí iban a permanecer por siempre. Luego los usé. Para escribir sobre ellos.

5. La respuesta a mi egolatría se encuentra explicada en la estructura tradicional del relato. Si yo no soy la protagonista de mi vida, y no actúo como tal, ¿quién sería entonces?


***

Después de exactamente veinte posts sobre mis aventuras en América del Sur, bloguear otra vez me resulta depresivo. ¿Y ahora de qué podría escribir? ¿A quién entretendrían mis monótonas aventuras en el mundo real? ¿Por qué habría de volver a las banalidades que antes me apasionaban? ¿Debo inventarme otro viaje para tener de nuevo posts con pasión, encanto e intensidad?

En este momento vivo en una perenne resaca. De un licor llamado vida, que pude disfrutar por unos meses.


1 de abril de 2010

Y el sueño acabó


Ya estoy en México. Por diversas razones, trayectos de incontables horas, arreglos con la aerolínea, llegada inesperada al DF querido, y un viaje-paseo-encuentro en Oaxaca de cuatro días, no había consignado mis últimas aventuras en el bló de ocasión.

Ocurrieron muchas cosas luego de mi llegada a Santiago. Durante dos días, después de volver de Pumanque, me dediqué a turistear con todas las de la ley. Recorrí a pie esa hermosa ciudad que carece de los encantos evidentes de Buenos Aires, por ejemplo, pero que en cambio posee un aire muy distinto. Tiene una grandeza, una vibra moderna contrastada con su pasado bárbaro (en todos los sentidos), y una eficiencia que se distancia de sus hermanas latinoamericanas y te juega el truco de creer que estás en otro continente. Pero luego el acento, los innumerables
cachai en el metro, el mote con huesillo, el postre de sémola, los anuncios en paraderos de micro de teleseries que celebran el Bicentenario (Martín Rivas, Manuel Rodríguez... guerrillero del amor), La Chascona -la casa de Neruda en Santiago, construida para su tercera esposa, Matilde Urrutia-, el cerro San Cristóbal -al que subí en funicular y que bajé caminando durante unas tres horas, deteniéndome en el jardín japonés y el jardín Maipú-, la Estación Mapocho, el poto de la virgen, y el contaminadísimo río Mapocho... Santiago es enorme, insondable, interesante. Podría pasar días enteros recorriéndolo.

Palacio de Bellas Artes. Tuve suerte de encontrarlo abierto, porque estuvo cerrado unos días por el terremoto

Vista desde la punta del cerro de San Cristóbal. Por si se lo preguntaban, sí: Santiago está tanto, o quizás más, contaminado que el DF.

Consigna política en río Mapocho: "Por más y mejor democracia, la derecha nooooo" -nótese la intensidad del no.

En el barrio bohemio de Bellavista, de pie al famoso cerro.

También visité Valparaíso. Para entonces, la batería de mi cámara había muerto -y el cargador continuaba perdido en la dimensión desconocida-, así que tendrán que darse una idea con mis descripciones.

Como todo puerto, Valparaíso tiene un aire de antigüedad, de algo perdido, avejentado, cubierto por polvo. En la mañana, cuando llegué, todo lucía desteñido: los edificios entre victorianos y portuarios, de colores pastel sucio. Cuando subí uno de los cerros, el Florida, salió el sol: por las empinadas calles, amarillas, se erguían casitas de colores y el museo al aire libre -pinturas sobre las paredes-. En cualquier punto se miraba el imponente océano Pacífico, azul eléctrico, helado. Los barcos estaban esparcidos por sus aguas.

Me robé esta foto de la Wikipedia. Esta casita tenía un nombre con algo de gato -hay decenas de ellos caminando por el cerro-, y era un restaurante. El senderismo tan inclinado no es lo mío, así que sudé como pueeeerco subiendo y bajando por sus calles ultra-peligrosas y ultra-empinadas.


Visité, desde luego, La Sebastiana, la útima casa que Neruda construyó. Gran parte de este viaje la pasé leyéndolo, no sólo sus poemas, sino su biografía -de lo que me arrepiento: al conocerlo, esa complejidad que se antojaba más bien simplona, su donjuanismo, mal gusto, coleccionismo rayano en lo ridículo y egolatría insultante mezclada con un talento a raudales, dejé de verlo como EL poeta y empecé a verlo como un hombre. Y, en definitiva, no quiero ver a Neruda como tal.

Después me fui a Iquique. El trayecto duró exactamente 24 horas, pero esta vez pagué por un asiento-cama, y me la pasé comiendo, leyendo y viendo capítulos de Mr. Bean y Los Simuladores versión argentina. En Copiapó, sin embargo, le ocurrió una desgracia al encantador adolescente que conocí en el autobús, pero esa historia la postearé más adelante con alternativas de solución (¡unámonos por las buenas causas!)

Pasé un día en Iquique, en su playa de agua fría como el hielo, y luego emprendí mi viaje final. Me di cuenta de que, desde el primer autobús que tomé de Quito a Otavalo, en el Ecuador, cada trayecto se elevaría en dificultad. Mi prueba de fuego vendría al cruzar de Chile al Perú.

Primero tomé un autobús a Arica, unas cinco horas desde Iquique, en una carretera construida dentro de una herida en una montaña. Cuando, luego de un par de horas dormida, abrí los ojos, quise morirme: viajar en los segundos pisos nunca es buena idea cuando uno quiere asirse a la seguridad de la carretera.

Esta foto me la robé de un sitio de noticias en español y chino, específicamente de un artículo titulado 10 Caminos de la Muerte del Mundo (!!!!). El pie de foto: "El camino que va de Arica hasta Iquique es una ruta famosa por su peligrosidad, en particular por lo profundo de sus cañones. A lo largo de la ruta se ven frecuentemente los restos de los vehículos accidentados".


En Arica tomé un taxi colectivo hasta Tacna, dos horas, que compartí con una brasileña asentada en Pisco, Perú, donde desde 2007 ayuda a reconstruir la ciudad, y un señor chileno cultísimo con el que charlé amplio y tendido hasta las casetas de migración. En Tacna, gracias a las dos horas que me regaló el cambio de horario, pude tomar un autobús directo a Lima. Pagué con tarjeta y no cambié pesos chilenos por soles -gran error-, así que me metí al bus sin descanso de por medio.

Más de veintidós horas duró el trayecto hasta Lima (sumadas a las siete al hilo que ya llevaba). Cerca de las líneas de Nazca, en una parada exprés, la brasileña me invitó una Inca Kola y unas "canchitas" (palomitas de maíz, pues). Durante las horas siguientes soporté estoicamente las películas violentitas que nos pasaron, pero al menos la señora a mi lado me hizo trueque de granadillas -una fruta parecida a la granada, pero de granos negros y textura babosona- por manzanas -mi alimento de ocasión.

En algún punto en la mañana, al despertar, miré por las ventanilla a la derecha un desierto vasto, con dunas inmensas de arena. Cuando miré por mi propia ventanilla, el Pacífico bañaba la costa con sus aguas azules. Ese contraste no lo olvidaré. Los paisajes naturales del Perú son imponentes.

En el terminal de Lima me recogió Miguel, a quien conocí en México gracias a Luis Urquieta. En Facebook hay un par de fotos encantadoras donde salimos comiendo tacos en el Borrego Viudo, y en una fiesta con una bebé hermosa que pinta para bohemia.

Con dos días para mi vuelo a México, con el dolor de no haber tenido suficiente tiempo para recorrer Perú a fondo y mucho menos para visitar Bolivia, la estadía con Miguel y su familia fue un oasis benigno. Su hermano, Luis, que también conocí acá, su hermanita y sus papás fueron los anfitriones más generosos del universo: me llevaron a cenar auténtica comida limeña -anticuchos con choclo, picarones y agua de chicha morada. Al día siguiente, paseando por Miraflores, comimos en un extraordinario restaurante: Costanera 700 (del cebiche clásico al pescado chita en costra de sal a langostinos en salsa golf y como albondiguitas bañadas en salsa amarilla, con maracuyá sour para beber: orgasmos de sabor continuos) (todo lo cual me hizo confirmar que la comida peruana es mi favorita y punto).

Lima es hermosa: construida sobre un risco, al caminar por ciertas calles se puede observar el mar a lo lejos -que es salvaje, de colores cambiantes, y en el que sólo los surfistas profesionales se adentran.

Fotos robadas del FB de Miguel (que, luego de visitar Bruselas, regresa a México para bebernos el pisco que metí apretujado en mi mochila y hacer los preparativos para nuestra noche peruana)

No visité Arequipa, Cusco ni Machu Picchu esta vez... pero no podía irme del Perú sin acariciar una llama.

Hermosa escena al pie de la playa.

Faro limeño de cara al mar.

En la playa no hay arena, sino las piedras conocidas como "canto".


Hay otras aventuras encantadoras. El reencuentro con México, que fue brusco por muchos motivos. Supongo que de haber viajado a Europa o Asia, algún lugar enteramente distinto a mi país, el contraste me habría hecho notar la diferencia y
saber de algún modo que ya estaba aquí. Sin embargo, después de tres meses en países con el mismo idioma, un pasado en común, costumbres similares, tuve una sensación de desfase, como si cruzar al país del águila hubiera sido el octavo de los siete cruces que realicé. Mientras caminaba por el centro histórico o por las sobrevaloradas calles de la Condesa continuaba con una sensación de turista, que se exacerbó con la llegada a Oaxaca sin haber visto a mi familia todavía.

Pero ir a Oaxaca fue sensacional. Me posicionó suavemente en mi patria, en los paisajes volcánicos que me resultaron muy diferentes a los de Sudamérica. Las monedas que conozco sin ver, los modismos que sé de memoria, los platillos probados que me elevan al éxtasis, y la gente. Sobre todo la gente.


Anécdota última -lo juro

Mientras me bebía unos mezcales en La Casa del Mezcal, charlando con un colega, miré hacia una esquina y casi me derramé el néctar de los dioses sobre la camiseta. De pie, con los rulos inconfundibles, los ojos azules enormes y la sonrisa perenne, estaba Zed.

Conocí a Zed en el terminal de autobuses de Ipiales, en la frontera entre Ecuador y Colombia. Es protagonista de uno de mis posts, junto con Katrin y Valentin. La primera vino a México hace poco y fue atendida con gran calidad por los camaradas defeños. Con el segundo recorrí casi todo Colombia. En Cali conocimos a Nikolai, al que nos encontramos dos veces caminando aleatoriamente por las calles de Taganga, primero, y de Cartagena, después. Supongo que los cinco estamos destinados a encontrarnos en todos lados por siempre.

El reencuentro fue emocionante y feliz. Yo no podía creer la coincidencia: no tenía idea de que Zed llegaría hasta México -lleva diez meses viajando-, y es improbable que me lo encontrara precisamente en Oaxaca, en el mismo bar y a la misma hora. Sencillamente, no tiene sentido. Y, sin embargo, lo tiene.

Antes de volar a Australia, me encontraré con él una vez más en el DF. Mi último eslabón con esa tierra salvaje al sur.


Reflexiones finales -de un post más largo que la cabellera de Rapunzel

Llevo ya una semana aquí, y todo ha transcurrido placenteramente. Extrañaba México por todas las razones coherentes y esperables: mi familia, mis amigos, mis costumbres, mis raíces. La comodidad, la cama propia, el descanso y lo conocido.

Sin embargo, cuando cierro los ojos, a veces imagino que sigo recorriendo porciones del continente sur subida en un autobús destartalado, a través de carreteras estrechas y peligrosas, con la emoción a flor de piel. No quiero perder esa sensación. No quiero perder la sensación del viaje, de esos trayectos que hice por tierra, agua y aire. Y entonces me doy cuenta, feliz porque así es como debe ser, de que quiero volver. Y de que, lo que es más, volveré.



Como Terminator.