Según los expertos, blog proviene de la contracción entre las palabras web (la red de redes) y log (diario, en el idioma de Shakespeare). Ello demuestra que los blogs no son otra cosa que diarios en línea.
(un lector, extasiado, se levanta y aplaude arrebatadoramente; otro, ligeramente menos zopenco que el primero, le toca el hombro y le aclara que aquí no se ha descubierto ningún hilo negro, no señor)
Esto que acabo de decir no es novedad alguna.
Pero, tal como lo imagino ahora, parece que la única no enterada de esta eventualidad era yo misma. A lo largo de mi poco exitosa vida blogueril, me he rehusado a plasmar detalles íntimos de mi vida en la también llamada blogósfera. Ignoro de dónde proviene la ridícula obstinación, pero el caso es que me he conducido con un híperfalso halo de misterio y ambigüedad por la supercarretera de la información. ¿Por qué motivo? Ni yo misma lo sé. ¿Hay algo qué ocultar? No realmente. Mi vida es tan común como pudiera esperarse de una persona del sexo femenino con dos décadas de vida encima, y tan similar a la de cualquiera que sea el flamante poseedor de dos piernas, dos brazos, dos ojos, un buen número de pestañas y un corazoncito latidor.
Ahí me dirigía: a la parte del corazoncito.
Como saben los que me conocen (frase respaldada por el Iso 9000, infaltable en el 88% de la totalidad de los blogs existentes), soy una individua altamente enamoradiza... lo cual puede ser bastante molesto y engorroso. El problema conmigo no es que me enamore, no; el problema es que cada vez que sucede (pondré un ejemplo: 3 veces al año) los grados de sufrimiento y autocompadecimiento -una vez acabado el show o incluso durante él- son verdaderamente inaguantables. Sin embargo, ¡Alá me libre de compartir mis veleidades con los dos lectores de este blog!
Pero hoy, querido público conocedor, haré una excepción. Acaso lo hago porque es lunes 19 de febrero y la fecha me parece emblemática: hace siete años exactos, en un día como hoy, su servilleta estaba comiéndose una manzana en el recreo y mientras tanto pensaba “¡Oh, tener 13 años es tan místico, tan fatal, tan recóndito...!”. O quizás lo hago porque, simplemente, es el lunes después de la hecatombe.
Ya sucedió. Ya acabó. Y, a pesar de que siento como si me hubieran traspasado mil quinientos cuchillos ardientes y embadurnados de chile piquín, la certeza me da algún consuelo.
Además esto es un blog. Un maldito diario en línea. Y por su culpa estoy donde estoy.
He tenido el impulso de mandar este blog al carajo, al menos por un tiempo (en lo que me recupero, pues). Pero ya entrados en esto, no creo que el berrinchillo ayudara mucho de cualquier manera. Creo que es tiempo de retomar mi vida: mis estudios (que ya me importaban poco menos que un pelo embarrado en el lavabo), mis amistades (¡oh! Mis amistades con las que nunca discuto; amistades tan finas y tan entrañables, ¡oh queridas amistades!), mi familia (que a partir de ahora conocerá a una Lilián reformada que no se ensimisma con un punto fijo en la pared) y, en general, mi persona (¡oh persona que te tengo tan olvidada, tan relegada a actividades de baja estofa como actuar cual autómata, respirar como robot y vivir bajo instrucciones precisas e inflexibles!).
Y, bien, creo que quizás esto no sea relevante para nadie. Debo confesar que siempre he admirado a los blogueros que son capaces de desnudar su alma en cada escrito, que no temen exponer sus sentimientos, temores e inseguridades a pesar del riesgo evidente de ser blanco del escrutinio ajeno. Quizás eso es lo que me atemoriza de contar... pues... mis cosas.
Pero esto, bueno, sólo es un acto de contrición. Una declaración de principios. Que el mundo (el poquísimo, breve mundo que podría caber aquí) sepa que lo quise, que ya no importa ocultarlo. Y que tenía razón. Que él siempre tuvo razón.
Ahora lo sabes.
(un lector, extasiado, se levanta y aplaude arrebatadoramente; otro, ligeramente menos zopenco que el primero, le toca el hombro y le aclara que aquí no se ha descubierto ningún hilo negro, no señor)
Esto que acabo de decir no es novedad alguna.
Pero, tal como lo imagino ahora, parece que la única no enterada de esta eventualidad era yo misma. A lo largo de mi poco exitosa vida blogueril, me he rehusado a plasmar detalles íntimos de mi vida en la también llamada blogósfera. Ignoro de dónde proviene la ridícula obstinación, pero el caso es que me he conducido con un híperfalso halo de misterio y ambigüedad por la supercarretera de la información. ¿Por qué motivo? Ni yo misma lo sé. ¿Hay algo qué ocultar? No realmente. Mi vida es tan común como pudiera esperarse de una persona del sexo femenino con dos décadas de vida encima, y tan similar a la de cualquiera que sea el flamante poseedor de dos piernas, dos brazos, dos ojos, un buen número de pestañas y un corazoncito latidor.
Ahí me dirigía: a la parte del corazoncito.
Como saben los que me conocen (frase respaldada por el Iso 9000, infaltable en el 88% de la totalidad de los blogs existentes), soy una individua altamente enamoradiza... lo cual puede ser bastante molesto y engorroso. El problema conmigo no es que me enamore, no; el problema es que cada vez que sucede (pondré un ejemplo: 3 veces al año) los grados de sufrimiento y autocompadecimiento -una vez acabado el show o incluso durante él- son verdaderamente inaguantables. Sin embargo, ¡Alá me libre de compartir mis veleidades con los dos lectores de este blog!
Pero hoy, querido público conocedor, haré una excepción. Acaso lo hago porque es lunes 19 de febrero y la fecha me parece emblemática: hace siete años exactos, en un día como hoy, su servilleta estaba comiéndose una manzana en el recreo y mientras tanto pensaba “¡Oh, tener 13 años es tan místico, tan fatal, tan recóndito...!”. O quizás lo hago porque, simplemente, es el lunes después de la hecatombe.
Ya sucedió. Ya acabó. Y, a pesar de que siento como si me hubieran traspasado mil quinientos cuchillos ardientes y embadurnados de chile piquín, la certeza me da algún consuelo.
Además esto es un blog. Un maldito diario en línea. Y por su culpa estoy donde estoy.
He tenido el impulso de mandar este blog al carajo, al menos por un tiempo (en lo que me recupero, pues). Pero ya entrados en esto, no creo que el berrinchillo ayudara mucho de cualquier manera. Creo que es tiempo de retomar mi vida: mis estudios (que ya me importaban poco menos que un pelo embarrado en el lavabo), mis amistades (¡oh! Mis amistades con las que nunca discuto; amistades tan finas y tan entrañables, ¡oh queridas amistades!), mi familia (que a partir de ahora conocerá a una Lilián reformada que no se ensimisma con un punto fijo en la pared) y, en general, mi persona (¡oh persona que te tengo tan olvidada, tan relegada a actividades de baja estofa como actuar cual autómata, respirar como robot y vivir bajo instrucciones precisas e inflexibles!).
Y, bien, creo que quizás esto no sea relevante para nadie. Debo confesar que siempre he admirado a los blogueros que son capaces de desnudar su alma en cada escrito, que no temen exponer sus sentimientos, temores e inseguridades a pesar del riesgo evidente de ser blanco del escrutinio ajeno. Quizás eso es lo que me atemoriza de contar... pues... mis cosas.
Pero esto, bueno, sólo es un acto de contrición. Una declaración de principios. Que el mundo (el poquísimo, breve mundo que podría caber aquí) sepa que lo quise, que ya no importa ocultarlo. Y que tenía razón. Que él siempre tuvo razón.
Ahora lo sabes.
2 comentarios:
Jajaja. Tenía un buen rato que no me encontraba algo bueno en los blogs. Normalmente leer en la pantalla me da una hueva infinita, sobre todo porque de 10 cosas que encuentro 11 son una colección infame de estupideces y lugares comunes. Pero lo tuyo es realmente muy bueno. Tienes un buen de talento. Y tan joven... ¡Carajo, qué envidia! En fin, felicidades de nuevo. Ya soy fan.
Que bien!! Ya seremos 3 los lectores de tu blog =)
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