28 de mayo de 2008

De por qué la universidad puede ser horrenda, no obstante gratificante

Escribo una investigación basada en el análisis del discurso de una novela chilena publicada en el 2002, que jamás se editó en México (y eso que es Planeta y eso que están en el segundo piso del edificio donde trabajo).

La novela se llama “Mapocho” y fue escrita por Nona Fernández, una tipa ácida que también escribe para tele y entre cuyo bagaje se encuentra la única telenovela de la que me enganché profundamente: “Los treinta”.

Comencé un poco sin saber a dónde pararían las digresiones semiológicas, pues lo único que me interesaba era poner de relieve el tabú persistente respecto al Golpe de Estado de 1971. Luego leí, Rafael Gumucio mediante, que la literatura chilena aún lucha por parir lo que se denomina “novela de transición”. La novela de la dictadura, dice él, es una asignatura cursada con éxito en toda Hispanoamérica. Ahí tenemos literatos españoles, argentinos, cubanos, incluso chilenos. Sin embargo, cuando la dictadura (el villano fácil) ha terminado y nos encontramos con una nueva escala de grises en cuanto a política y conflicto social, el escritor se queda mudo. De ahí que la literatura chilena, durante los últimos años, sea más bien infértil en lo internacional (con la debida excepción de Bolaño).

Los chilenos se refieren al Golpe, literalmente, como “eso”. A Augusto Pinochet lo llaman “ese vejete” o “el tata”. Hasta hace poco eran incapaces de admitir que el genocidio fue brutal, mediante el sencillo procedimiento de negarlo sin más explicaciones. Como si lo que no se nombra nunca haya existido. Me gusta Bachelet porque no se hace la tonta, ni niega lo que es a todas luces obvio. Como fue torturada por profesar su inclinación política, ha instaurado una costumbre tácita -pero efectiva- de decir las cosas como son. El mismo Ricardo Lagos pronunció una de las frases que me parecen más acertadas en cuanto a la crisis del 71: “Para nunca más vivirlo, nunca más negarlo”.

Los edificios donde vivíamos, al sur del D.F., estaban infestados de chilenos exiliados. Todo mundo me pregunta por qué mi fijación con el país y su Historia, con una sonrisita cómplice que parece decir: “seguro es porque uno de tus grupos favoritos es de allá”. En realidad, crecí con una conciencia imprecisa sobre la identidad del exiliado. Los mejores amigos de mis papás fueron deportados por apoyar a Salvador Allende, y sólo estando en México se reencontraron. Desde entonces no son mexicanos ni chilenos, conservan el acento y las costumbres, pero no pudieron vivir más de unos meses en Santiago cuando intentaron regresar hace unos años.

Historias como ésa siempre me parecieron importantes. Tengo imágenes mentales arraigadas, como los cientos de cadáveres flotando en el río Mapocho y la matanza del Estadio Nacional, recinto que se semejó a los campos de concentración de Hitler: torturas, “desapariciones”, violaciones sistemáticas y hasta un incendio que exterminó a todos los presos fácil y rápidamente.

Ni siquiera Nona Fernández pasó la prueba de fuego. Los “milicos” aparecen continuamente, el exiliado, la represión, los jugadores de fútbol muertos chutando una pelota por el Barrio, y la gordita Carmina ultrajada por decenas de guardias con tal de acompañar a sus padres en la cancha. Aparecen, pero no son nombrados.

Dejé la investigación de lado en pos de mis nuevas costumbres laborales, pero retomé el show desde el inicio de esta semana. Entrego el primer borrador hoy. Todas estas reflexiones, incluido el Mito como sustitución de la Historia (el tema central), me tienen con el agua hasta el cuello.

Hay muchos otros puntos que me gustaría tocar, pero La Isla a Mediodía no se presta a estas conclusiones. Aún están el indio Lautaro, la extraordinaria Inés de Suárez y el malvado Luis Manuel de Zañartu. A lo mejor publico algunos extractos en mis Textos Serios. Sólo quería ponerme al corriente.


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