Contigo empieza mi vida en Polotitlán de la Ilustración. Llegué cuando tenía seis años. Tú eras mi único amigo, también de mi edad. Eras mi primo -primo segundo, pero primo al fin y al cabo- y sin embargo yo estaba tontamente enamorada de ti. Nos pasábamos la tarde entera jugando, sin más certezas ni inquietudes que las que proveían la ignorancia y la felicidad del momento.
Juan… ¿Recuerdas aquellas peleas encarnizadas cuando, al caer la noche, te instalabas junto al Nintendo de mis hermanos y yo te arrastraba casi de los cabellos a la casita de las Barbies? Finalmente cedías, como buen estratega: “Jugaré al Ken un rato y luego Street Fighter”. No recuerdo quién ganaba más veces, pero sí que siempre elegías justamente a Ken -el rubio karateca- y que yo me rolaba a todos los personajes, sin discriminación alguna.
Supongo que te manipulaba. Aquellas tardes en la milpa, atrás de mi casa, te obligaba a pasar por los caminos sinuosos, saltar las zanjas y sondear el terreno sólo para discernir qué tan seguro era. Tú siempre aceptabas, a riesgo de terminar empapado o lesionado.
Eras frágil, como una figurita de vidrio. Todos los días tenías un nuevo rasguño, un moretón reluciente, un golpe apenas perceptible.
¿Recuerdas a la maestra Celina? No dejaba de molestarnos por nuestras voces chillonas e infantiles. Yo aún conservo la mía. Supongo que tú también. Al salir de la escuela, caminábamos sin prisa por la calle y en el camino decidíamos: tu casa o la mía. Me acuerdo de un día en particular (recuerdo vano y sin duda intrascendental) en el que, al preguntar la comida del día en mi casa y saber que habría albóndigas, decidimos probar suerte en la tuya. Tu mamá nos recibió con hígado encebollado y permanecimos casi toda la tarde sentados en la mesa, fingiendo que comíamos los pedazos que en secreto lanzábamos al Yogui (el tiempo a su lado me hizo perder cualquier rastro de terror a los perros).
Éramos miedosos, pero temíamos a cosas diferentes. Tú no soportabas la oscuridad: yo cruzaba las milpas temblando y rogando por que jamás encontráramos una innombrable (¿sabías ya de mi ofidiofobia? No puedo ni articular la palabra… tan mal estoy).
Juan… ¿Recuerdas aquellas peleas encarnizadas cuando, al caer la noche, te instalabas junto al Nintendo de mis hermanos y yo te arrastraba casi de los cabellos a la casita de las Barbies? Finalmente cedías, como buen estratega: “Jugaré al Ken un rato y luego Street Fighter”. No recuerdo quién ganaba más veces, pero sí que siempre elegías justamente a Ken -el rubio karateca- y que yo me rolaba a todos los personajes, sin discriminación alguna.
Supongo que te manipulaba. Aquellas tardes en la milpa, atrás de mi casa, te obligaba a pasar por los caminos sinuosos, saltar las zanjas y sondear el terreno sólo para discernir qué tan seguro era. Tú siempre aceptabas, a riesgo de terminar empapado o lesionado.
Eras frágil, como una figurita de vidrio. Todos los días tenías un nuevo rasguño, un moretón reluciente, un golpe apenas perceptible.
¿Recuerdas a la maestra Celina? No dejaba de molestarnos por nuestras voces chillonas e infantiles. Yo aún conservo la mía. Supongo que tú también. Al salir de la escuela, caminábamos sin prisa por la calle y en el camino decidíamos: tu casa o la mía. Me acuerdo de un día en particular (recuerdo vano y sin duda intrascendental) en el que, al preguntar la comida del día en mi casa y saber que habría albóndigas, decidimos probar suerte en la tuya. Tu mamá nos recibió con hígado encebollado y permanecimos casi toda la tarde sentados en la mesa, fingiendo que comíamos los pedazos que en secreto lanzábamos al Yogui (el tiempo a su lado me hizo perder cualquier rastro de terror a los perros).
Éramos miedosos, pero temíamos a cosas diferentes. Tú no soportabas la oscuridad: yo cruzaba las milpas temblando y rogando por que jamás encontráramos una innombrable (¿sabías ya de mi ofidiofobia? No puedo ni articular la palabra… tan mal estoy).
Tenías piel de gallina y un eterno tono mormado, producto de una sinusitis incipiente que te hacía decir: “babá, no bás bole” y provocaba que mi mamá te mandara a sonarte la nariz al baño cada cuarto de hora, gritando desde la cocina: “no te oigo, Juanito, suénate más fuerte”.
O cuando peleábamos en el “ring”, que no era otra cosa que el colchón de la cama. Mi entrenador era Yayel, el tuyo podía ser Omar o quien se prestara. Abundaban las luchas con almohadazos, fuente inagotable de regaños. Nos lo tomábamos muy en serio, pero casi nunca nos lastimamos. Y cuando aquello sucedía, te ibas con el ceño fruncido a tu casa y al día siguiente te aparecías en el salón como si nada hubiera ocurrido.
A veces medio cuidábamos a tu hermana Pamela, entonces una bebé. Copiabas mis cartas a los Santos Reyes Magos de la Ilusión íntegras, alegando que ella y yo teníamos gustos similares. Me ofendía sobremanera abrir “su” cartita (escrita por ti, con toda la flagrancia del plagiador) y encontrar el “Caballo galopante de Barbie” y la “Máquina de calcomanías mágicas”. ¿Y qué podía hacer una niña de dos años con semejantes juguetes? Tú no lo sabías y te conformabas con carritos y otros artefactos “masculinos”.
Jugar contigo era lo mejor del mundo. No había barreras mentales o de género. Algún tiempo compartimos la insana fijación de llenar nuestras bicicletas con baratijas. Juntábamos todos los pesos y centavos abandonados en las esquinas y comprábamos figurines, “rayos”, calcomanías y diablitos. Parecía una competencia para determinar quién lograba un medio de transporte más adornado y veloz. Pero tú preferías tu avalancha. Y creo que nunca aprendiste a andar en patines (no conmigo, por lo menos).
Y las posadas. Y las piñatas. Y tú, siempre tan frágil. Yo siempre fui más alta que tú, lo que era un detalle cómico para mis hermanos, tus papás y los míos.
Cumplías años el 3 de marzo. Yo, el 26 de mayo. Me parecía que esa diferencia de meses te convertía en el más maduro de la relación. Eras todo un niño cuando yo apenas te alcanzaba.
¿Recuerdas las empapadas bajo la lluvia, los duraznos verdes de mi casa, los desfiles del 20 de noviembre? O cuando alguien, en el salón, me quitó la banca a punto de sentarme y a causa del sentón descomunal perdí tres dientes. El Ratón no me trajo nada y tú te burlabas al respecto. Te recuerdo chimuelo la mayor parte del tiempo.
Le temíamos a la tía Lupe, quizá tú más que yo a causa de la poca convivencia. Era La Mítica Tía Lupe y sobre ella circulaban leyendas inverosímiles, muchas de las cuales nos tragamos con singular estupidez.
Éramos tan inocentes.
Me diste mi primer beso, en la casa de tu abuelita. Yo estaba bajando un escalón y tú me sorprendiste ya en el piso, con una torpeza inusual pero arriesgada. “Así nos vamos a besar cuando seamos grandes”, dijiste. Aún lo recuerdo. Quizá tú ya lo sepultaste en el rincón más recóndito de tu memoria.
Recuerdo sobre todo que yo creía que, al final de los días, tú y yo íbamos a terminar juntos. Realmente creí que íbamos a envejecer uno al lado del otro y que llegaría el día en que nos casaríamos y tu familia y la mía no cabrían de felicidad.
Pero un día te fuiste. Bastó un cambio ordinario para que nuestra amistad extraordinaria se acabara. Tendríamos ocho o nueve años y tus papás te cambiaron a una primaria en San Juan del Río. Dejé de verte diario y eventualmente dejé de verte del todo.
Adolescentes, nos reencontramos en un día de campo. Me acuerdo que caminamos por el sendero de un río seco y que tratamos de intercambiar impresiones de nuestras vidas de entonces. Me daba miedo decirte si alguien me gustaba. La plática fue una sarta de quejas adolescentes que aún hoy encuentro graciosa.
Poco después, a mis quince años, me fui de Polotitlán.
Pero siempre regreso.
He tenido mis fracasos y he tenido mis glorias. Probablemente no sepas nada de eso. Probablemente no sabes cómo es mi vida ahora. No sabes que llevo más de diez años extrañándote, que he tenido relaciones buenas y malas, que ansío ser periodista y escritora, que mis temas de conversación favoritos son política y estupideces. ¿Y cómo podrías saberlo? Aunque aún estoy en la luna la mayor parte del tiempo... Eso debes recordarlo.
Es increíble, después de todo lo que compartimos juntos, que ahora apenas si nos saludemos cuando nos cruzamos por la calle.
Ahora eres mucho más alto que yo. Ya no eres el niñito enclenque de antaño, sino un hombre robusto y callado. Ya tengo todos mis dientes, las rodillas sanas y hago amigos fácilmente. Sé de ti gracias a lo que tu mamá le dice a la mía. Fuera de eso, parecemos condenados a revivir esos días una y otra vez, sin hablarnos de nuevo, sin mirarnos a los ojos y sentir que no necesitábamos nada y nadie más.
Mucho de esto nadie nunca lo supo. Si lo escribo es sólo para recordarte, para articular en palabras lo que había permanecido en mi corazón sin tener un nombre.
Eres mi primo y te quiero. Fuiste mi primer, mi mejor amigo. Es posible que jamás leas esto, pero yo debo recordar. Es más: quizá algún día nos reencontremos tú y yo. Sé que algún día, ahora convertidos a fuerza de golpes en un par de adultos bastante disfuncionales, posaremos de nuevo para una fotografía como antes. Altos, fornidos, sin rasguños y con una sonrisa completa.
Mientras tanto, en mi memoria, aún somos un par de niños miedosos y susceptibles. Y corremos a campo traviesa, juntos por siempre.
Mi querido Juanito.
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